(1999)
Hace
poco, sentado en una de las bancas del parque de mi ciudad natal,
miraba el paso de la gente y la algarabía de niños
en pos de las palomas, que se arremolinaban en torno de un espigado
anciano que les extendía los brazos, dejando caer de sus
manos granos de alimento. Sudoroso y agitado llegó un niño;
tomó de la mano al señor y juntos caminaron por los
andadores seguidos por las palomas. Se detuvieron y se sentaron
en una banca, cercana a la que yo ocupaba.
-Ahora
regreso abuelito -le dijo el niño- voy a jugar con otros
niños allí enfrente.
-Ve
y diviértete -le contestó- aquí estaré
cuando regreses.
Al
retornar, el chiquillo encontró a su abuelo aparentemente
dormido, con la cabeza reclinada sobre su pecho.
-¡Abuelo!
-le dijo muy quedamente.
-¿Uuuu?
-contestó con un gemido.
-¡Abuelito!
-¿Duermes?
-No
hijo, no duermo. Sueño, y recordando los buenos tiempos me
siento dichoso.
-¿Cuánto
tiempo has vivido abuelito? -le dijo el niño.
-¡Uhh!
Mucho, mucho tiempo hijo; pero los años se van perdiendo
en los caminos de la vida y nunca vuelven. Es la ley de la vida.
El
niño volteó hacia el anciano, y meloso lo abrazó
por el cuello, le dio un beso en la mejilla y le dijo:
-Si
has vivido tanto tiempo abuelito ¡cuéntame un siglo
de tus años!
-¡Ah
caray! -le respondió sorprendido- ¿qué ocurrencia
la tuya?
-¿Por
qué abuelito?
-Porque
hace muchos años, cuando yo era un niño como lo eres
tú ahora, a mi abuelo le pedí lo mismo y con las mismas
palabras que tú acabas de pronunciar: "Cuéntame
un siglo de tus años".
Con
un suspiro profundo, abrazó cariñoso al niño
y escuché que le dijó:
-¡Mi
nieto querido! ¡Eres sangre de mi sangre!
-¿Y
te contó muchas cosas tu abuelito? -dijo el niño.
-¡Sí, muchas, muchas! y a pesar de que ya era muy viejo,
recordaba con claridad las cosas de su tiempo.
-Entonces
abuelito, ¿sí me vas a contar cómo era este
lugar hace muchos años?
-¡Claro!
¡claro que te contaré! -le contestó-. Te contaré
lo que vi y lo que supe de este lugar, ahora bullicioso, en donde
vivimos tú y yo y donde el calendario está próximo
a cerrar la puerta del siglo XX y el segundo Milenio de la Era Cristiana.
Mira hijito, tú y yo, seremos muy afortunados si estamos
en este mundo cuando las campanas anuncien el gran final de estos
tiempos y un segundo después repiqueteen alegremente por
los rincones y los cielos del mundo y las voces de la humanidad
se eleven cantando la alborada, para recibir el tercer Milenio y
tú tendrás la alegría de encaminar tus pasos
por el siglo XXI, aunque no podrás estar con vida para ver
el espectacular terminar de otro milenio.
-¿Y
tú abuelito, lo verás?
-¿Yo?
Ja, ja, ja, ja, ¿yooo? Yo, un día ya no muy lejano
terminaré mi ciclo en este mundo y según las creencias
haré un largo, largo viaje y nunca más regresaré.
Pasaré a la eternidad, en donde no hay principio ni fin.
Allá estaré para cuando termine aquí y hagas
el viaje sin retorno. Nos encontraremos de nuevo y al igual que
hoy, cogidos de la mano, caminaremos juntos por ese mundo y entonces
sí, veremos desde allá, el final del Tercer Milenio.
Para entonces nuestra pequeña ciudad será una urbe
gigantesca y el hombre habrá construido sus ciudades en las
profundidades de la tierra, de los grandes mares, en el espacio
infinito y en otros planetas de nuestra galaxia. Bueno, pero el
futuro puede esperar y como es difícil elegir en qué
parte del mundo te gustaría estar mañana, es bueno
que conozcas por dónde han cambiado tus padres y tus abuelos
en el corto tiempo de un siglo: Esta ciudad en la que vives tus
años de niño, fue hace mucho tiempo un lugar apacible,
hermoso, lleno de árboles. En aquel entonces todos se conocían
y eran amigos. Los niños iban solos a la única escuela
del pueblo y los maestros viajaban con abnegación. Las calles
eran pedregosas y de tierra y por ellas resbalaban las ruedas de
las carretas tiradas por caballos. Dicen los abuelos que cuando
ellos fueron niños, no había luz eléctrica
y las noches eran obscuras, a excepción de cuando la luna
las iluminaba.
-¿Y
los niños, no salían a jugar por las noches? -lo interrumpió
el nieto.
-¡Sí,
sí salían! -le contestó el abuelo-. En este
parque jugaban pesca-pesca y a "los encantados" y algunos
niños llegaban con linternas de mano, y como las noches eran
muy obscuras, cuando prendían sus focos, el haz de luz atravesaba
la negrura a semejanza de los actuales rayos láser que ves
en la película "La Guerra de las Galaxias", y ellos
jugaban a los grandes guerreros intergalácticos, como los
que veían en las páginas de aventuras de domingo,
en el único periódico que llegaba. Sus personajes
favoritos eran Bugg Rógers, que volaba impulsado por un equipo,
que era como un cohete sujeto a sus espaldas, y Flash Gordon que,
en su nave especial, viajaba por los planetas del Sistema Solar.
Además, Tarzán el hombre mono, al que imitaban trepándose
a los árboles de los patios, gritando como él. ¡Fantasías
de aquellos lejanos tiempos! Muchas de ellas, hoy toda una realidad.
El hombre ha puesto su pie en la luna, tiene grandes estaciones
espaciales y sus naves recorren el espacio infinito en busca de
otros mundos. Las fantasías del hombre comenzaron a ser una
realidad en este lugar. De pronto en las esquinas del pueblo, se
instalaron postes de madera y los faroles comenzaron a iluminar
lasa noches. Un hombre, al que le llamaron "El sereno",
prendía los mecheros en petróleo cuando la tarde caía,
y al amanecer pasaba de nuevo apagándolos: "Las seis
de la mañana y sereno", se le escuchaba decir.
-Un
día, la luz eléctrica llegó, y aunque se ofrecía
de las seis de la tarde hasta once y media de la noche, ya en las
casas en donde vivía la gente, había algunas bombillas
de luz. Al fin, la modernidad trajo la energía eléctrica
para todos los servicios con los que ahora se cuentan.
El
señor se puso de pie y le señaló con la mano
a su nieto:
-Ves
aquella gran plaza llena de hermosos jardines, fuentes, monumentos,
teatros, juegos infantiles?
-Sí
abuelito, sí la veo -le contestó-, es mi camino a
la escuela.
-Pues
hace muchos años no era así. Fue la plaza central
del pueblo. El zacate cubría todo el suelo. Por las noches,
vacas y caballos llegaban a pastar y los domingos eran campo de
béisbol en donde los jugadores de acá, con sus grandes
estrellas, se enfrentaban a potentes equipos que venían de
lejanas ciudades. Más allá, detrás de tu escuela,
pasaba todas las mañanas el ferrocarril con su vieja locomotora,
echando humo negro y silbando por su llegada a la estación.
Volvieron
a sentarse en la banca y la plática continuó.
-Cuando
en nuestro país callaron las ametralladoras, los fusiles
y el horrible bramido de los cañones, tuvimos un nuevo amanecer.
La paz, trajo el progreso. Un día apareció en estas
calles un automóvil y no te imaginas el revuelo que ocasionó.
Todos lo admiraban, lo tocaban, todos querían darse una paseadita
en él. Ahora, a ochenta años de distancia, mira cuántos
vehículos corren veloces por nuestras calles. Coches lujosos,
autobuses, camiones, motocicletas, bicicletas. ¡Oh! Me marea
ver este ruidoso tránsito. No cabe duda, en los viejos tiempos
la vida era muy diferente. Éramos menos y nos ayudábamos
todos. Los niños y sus padres se alegraban mucho cuando llegaba
el circo con sus payasos, sus animales, sus trapecistas. También
eran frecuentes en este pueblo los artistas que venían con
sus carpas y presentaban obras de teatro. Así apareció,
otro día, el cine. En el patio de una casa ponían
una manta blanca y un señor con una manigueta daba vueltas
al rollo de la película que se proyectaba en la pantalla.
Con el paso de los años al fin se construyó la primera
sala cinematográfica. De ella sólo quedan sus ruinosas
paredes y un recuerdo perdura en nuestras mentes. Las calles, antes
de tierra y piedras, se fueron cubriendo de pavimento y en sus entrañas
corren ahora líneas de teléfonos, tuberías
del agua potable, cablerías de electricidad y el drenaje
de la ciudad.
-¿Conoces
la iglesia que está aquí enfrente?, -le preguntó
el anciano.
-¡Claro
abuelito! Todos los domingos me llevan a ella mis papás.
Allí vive Dios.
-Pues
es muy antigua. Ahora tiene cuatrocientos treinta y ocho años
y la construyeron quienes conquistaron nuestro país y miles
de indígenas mayas. En derredor de ella se fueron levantando
las casas y muchas de las calles actuales son de esos lejanos tiempos.
Te quiero contar también que en esta tu tierra, los jóvenes
de hace muchos ayeres aprendían de sus mayores. Como no había
escuelas, más que una primaria, entonces eran entregados
en las carpinterías, en las herrerías, en las sastrerías,
en las peluquerías, con el maestro de música, con
las señoras que hacían dulces, con los albañiles
y en estos lugares aprendían oficios con los que un día
se ganaban la vida y ¡mira qué sucedió! Con
el paso de los años, los jóvenes crearon agrupaciones
culturales y practicaron, con mucho éxito el teatro. Este
tu viejo abuelo la hizo de galán joven.¡Qué
tiempos aquellos! Surgieron orquestas con grandes músicos,
declamadores, cantantes, poetas, pintores, deportistas, trovadores
que cantaban frente a la ventana de una novia. Por cierto, debes
de saber que las muchachas de entonces fueron tan bellas, como las
flores más hermosas.
-Mi
abuelita fue una mujer bella, abuelo? -le dijo el niño.
-¡Oh
sí! ¡Claro que lo fue! La más bella y encantadora,
tanto, que me robó el corazón.
Una
ocurrencia del niño hizo reír al anciano.
-Y
ustedes, abuelo ¿bailaron como lo hacen los muchachos de
ahora?
De
reojo y sonriente, el abuelo lo miró y le dijo:
-¡Bueno!
No exactamente como ellos, pero bailábamos y disfrutábamos
las melodías de las orquestas y también, si tenías
entre tus brazos a una linda mujercita y tocaban un bluss. ¡Oh!
¡Eso era maravilloso! Nosotros bailábamos valses, mazurcas,
swings, bluses, pasos dobles y más adelante cha-cha-cha y
mambos.
-¿Qué
es eso abuelo?
-¡Ja
ja ja! Cosas del tiempo hijito. Cosas de los años que vienen
y que se van y que son parte de un hermoso siglo de nuestras vidas;
la música, que sublima el corazón. Un día tú
también bailarás otros ritmos, claro, y espero lo
hagas bien.
-¿Cómo
tú, abuelito? -le dijo.
-¡Ah
qué hijito mío! -le respondió con lágrimas
en los ojos-, mucho, mucho mejor que yo.
Mi
curiosidad fue mayor cuando, tanto el abuelo como el niño
se pusieron de pie. Pareciera que la charla había terminado.
Cogieron unas bolsas y de ellas sacaron semillas, extendieron los
brazos y de sus manos dejaban caer el alimento. Comenzaron a caminar
y decenas de palomas los seguían, unas caminando presurosas
y otras más, revoloteando en torno a ellos.
Cuando
pasaron frente a mí, el abuelo me saludó con una leve
inclinación de cabeza y el niño, brincando, trataba
de aprisionar entre sus manos alguna de aquellas palomas encantadoras,
que un día fueron palomas mensajeras y hoy son símbolo
de la paz entre los pueblos de nuestro mundo.
Alcancé
a escuchar al niño, que decía:
-¡Abuelito!
¿Crees que algún día yo pueda contarle a otros
niños un siglo de mi vida?
-¡Claro!
¡Claro que sí mi hijito! Nada más que entonces
lo harás a tus nietos y a tus bisnietos -le respondió
el anciano.
Se
cogieron de la mano, y por el andador llegaron a una acera; se detuvieron,
y cuando la luz verde del semáforo prendió, cruzaron
con premura la calle y se perdieron de vista.
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