El corazón de Ah' Canul - 34
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Eclipse de estrellas
Estela Hernández Sandoval
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En menos de un mes la lengua española y las letras mexicanas en particular han perdido a tres de sus grandes exponentes: Juan Gelman, argentino radicado en México, José Emilio Pacheco y a Federico Campbell, ambos mexicanos.

Los tres dejan “una huella radiante que no se borrará” palabras que dijera José Emilio Pacheco en honor de Juan Gelman, con motivo de su muerte acaecida el pasado mes de enero, del presente año, sin saber que en brevísimo tiempo serían aplicables a sí mismo.

José Emilio Pacheco el 26 de enero pasado, a la pregunta “¿Qué traes?, que le hiciera la Muerte arrogante y poderosa respondió humildemente “No traigo nada/Dejo atrás lo que tuve/ como Usted lo ordena”, evocando los versos de su propia poesía “La Cena de Cenizas”. Callada y tranquilamente se fue, pero antes de irse nos legó una vasta obra, apreciada y admirada no sólo entre los hablantes de los hablantes hispanos.

Pacheco poeta, ensayista de primera calidad, traductor, novelista, cuentista, guionista, divulgador, dramaturgo de los últimos tiempos, integrante de la llamada “Generación de los cincuenta”, artífice de la palabra, erudito gentil a quien Octavio Paz denominara poeta con “delicada y poderosa construcción verbal”, escritor de 800 páginas bajo el título Tarde o temprano da cuenta de su talento extraordinario. Esta obra, escrita y reescrita desde 1963; integra 14 poemas, siendo el último de ellos “La edad de las tinieblas”. Éste fue escrito en el 2009 y es rematado con el hermoso poema “La plegaria del alba”, el cual resume su búsqueda y sus certezas… “Lo único de verdad nuestro es el día que comienza”.

Cuando en una entrevista se le preguntó el porqué siempre estaba corrigiendo sus escritos, prácticamente reescribiéndolos, contestó: “Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”, y también afirmaba, “podemos cambiar todo menos nuestra visión del mundo y nuestra sintaxis”.

Lo que equivale en algo a cambiar la forma más no el fondo, y agregó en su poema “Legítima defensa”: “…ojalá piensen/ en que la perfección/es para siempre ajena a todo intento humano”.

Su primer libro Los elementos de la noche, escrita en 1963, recientemente cumplió medio siglo de su primera aparición, en el 2013, es el mismo libro pero también es otro: el mismo porque no cambió ni su visión del mundo ni su sintaxis, pero es otro porque fue corrigiéndose día a día, negándose a momificarse y así ha sido modificado bajo el lente estricto y vigilante de su propio autor, según opinión de los expertos. Siempre bajo su constante percepción de “…Mientras viva seguiré corrigiéndome”.

Muy joven, frisaba los 22 años de edad, fue Secretario de redacción de la Revista de la Universidad de México y Jefe de redacción de La cultura en México, sin embargo, él no publicaba en estos medios, prefería hacerlo en revistas “informales” de su generación. Un campo era su trabajo y el otro, la vía para su expresión juvenil y nunca pensó en mezclarlos. “Así el relato valía o se hundía por sí mismo…” y no por el lugar donde fuese publicado.

Contaba él mismo que en una ocasión en que fue a sacar una visa para viajar al extranjero, le preguntaron a que se dedicaba y él contestó: “Soy escritor” y el encargado se quedó viéndolo como diciendo: “eso no es trabajo” y finalmente escribió: “Trabaja por su cuenta”. Al contar esta anécdota jocosamente agregaba: “La poesía es un vicio como la cocaína. Uno tiene que trabajar para costeársela”.

También fue inmejorable traductor al español de obras fundamentales, respetuoso al máximo del estilo de los autores (T. S. Elliot, Oscar Wilde, A. Rimbaud), incluso hizo lo que él llamó “Aproximaciones a El libro de las danzas de los antiguos” (Los Cantares de Dzitbalché), poesía sobreviviente, hasta nuestros días, de la cultura maya. Me atrevo a afirmar que esta excelente creación y recreación la realizó como un homenaje a sus ancestros campechanos, a sus propios orígenes ya que para él era muy importante el amor a la tradición y a las propias raíces.

La notable y extensa obra del maestro José Emilio Pacheco podría ser valorada según el número de reconocimientos recibidos y todos dirían que es una de las más importantes de este siglo y del anterior. Recibió los siguientes reconocimientos: Premio Cervantes (2009); el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2009); el José Donoso (2001); el Octavio Paz (2003); el Pablo Neruda (2004); el Ramón López Velarde (2003); el Premio Internacional Alfonso Reyes (2004); el José Asunción Silva (1996); el Xavier Villaurrutia (1973); el García Lorca (2005) y el Premio Alfonso Reyes otorgado por el Colegio de México (2011); Doctor Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Campeche (2010); Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional Autónoma de México, entre otros.

Muchos lo recordarán por Las batallas en el desierto o El principio del placer, o por su participación en la filmografía de Arturo Ripstein, pero nadie dejará a un lado sus poemarios, del cual ofrezco un pequeñísimo fragmento de Ciudad de la memoria (1986-1989):

La rueda
Sólo es eterno el fuego que nos mira vivir.
Sólo perdura la ceniza.
Funda y fecunda la transformación,
el incesante cambio que manda en todo.

Sólo el cambio no cambia y su permanencia
Es nuestra finitud