La
Declaración Universal de los Derechos Humanos
comienza reconociendo que todos los seres humanos somos
libres e iguales. Lo cual quiere decir que a pesar de
las diferencias derivadas de nuestra edad, nuestro sexo,
nuestro origen, nuestras experiencias, nuestras capacidades,
ninguno de nosotros debe ser visto como menos importante,
menos valioso, menos merecedores de oportunidades o
de bienestar.
Sin
embargo, nacemos dentro de una sociedad donde ya se
han creado determinadas valoraciones y creencias sobre
“lo propio” de los hombres y “lo propio”
de las mujeres y así aprendemos unos y otras,
nos guste o no, los papeles asignados para cada grupo
so pena de sufrir consecuencias para quienes intenten
desviarse de lo marcado.
Es
entonces la sociedad la que hace una dicotomía
hombre/mujer basándose exclusivamente en la diferencia
anatómica y es ella la que fabrica las ideas
de lo que deben ser los hombres y las mujeres, y nos
las impone y son tomadas como algo “natural”.
Este
orden simbólico produce desigualdad respecto
a como se conceptualiza el hacer de un hombre o de una
mujer, propiciando la formación de prejuicios
sobre ellos y ellas. Por ejemplo, se considera que,
a un hombre no le corresponde involucrarse en cuestiones
del hogar o de la prole y si muestra inclinación
por estos trabajos, considerados “netamente femeninos”,
frecuentemente es catalogado como homosexual y que la
mujer por tener la capacidad natural para parir hijos
tiene aparejada a esta capacidad la de barrer, planchar,
cocinar o quedarse en casa sin más.
La
adjudicación de papeles, roles, lugares sociales
en base a aspectos biológicos es lo que llamamos
género.
Reconozcamos
que si bien la construcción de género
varía de época en época y de pueblo
en pueblo, ha resultado ser una errónea percepción
de las diferencias anatómicas, sexuales u hormonales
que ha servido para limitar potencialidades de mujeres
y de hombres; además, por generadora de discriminación
y abuso, principalmente hacia la mujer, pero también
hacia los homosexuales y, ambos, ven violentados sus
elementales derechos.
En el marco democrático predominante entre los
pueblos actuales, en donde se pregona día con
día, igualdad de trato y de oportunidades, grandes
avances se han dado en torno a reconocer esta igualdad.
Pero
la sociedad no cambia por decreto. La sociedad se constituye
y se construye mediante los significados y los valores
de los individuos que la conformamos. Es verdad que
las personas recibimos significados culturales, pero
también los podemos reformar, formular modos
de razonamiento y estrategias de acción que nos
permitan revisar nuestras percepciones de la naturaleza
humana y, al mismo tiempo, reflexionar sobre el modelo
de sociedad justa que nos proponemos, basada en el logro
de la igualdad con el reconocimiento de las diferencias.
Se
puede pensar en tratar a hombres, mujeres; heterosexuales
y homosexuales como iguales concibiéndolos como
una variación de la constante biológica
universal, como partes de un mismo sustrato humano.
Una
conceptualización de tal tipo nos lleva a evitar
caer en las trampas de la igualdad, pues tratar como
iguales a desiguales no produce igualdad.
Las
mujeres no podemos ni debemos negar nuestra “diferencia”
con respecto al hombre, ni podemos renunciar a la igualdad.
Tenemos que admitir las diferencias que nos dan nuestra
biología y nuestras circunstancias.
La
diferencia entre los sexos es indiscutible por lo que
hay que pensar en la igualdad a partir de las diferencias.
Son parte de nuestra dignidad que es la que nos hace
iguales.
Ser
hombre o ser mujer, nos hace igualmente valiosos, hay
que tenerlo siempre presente para no limitar el desarrollo
de la persona, principalmente de la mujer, que ha sido
la más violentada en sus derechos humanos.
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