Sutil,
lenta pero perceptiblemente empezaron a cambiar las cosas
en el pueblo, después de la visita del chamula. Algunos
pensaron que eso era bueno, pero la mayoría creyó
que entrábamos a un mundo de infaustas perspectivas.
Y
es que en aquel entonces, en este mi pueblo, situado en
el centro del canicular sureste, sus habitantes, conocidos
por ser muy campechanos, daban la impresión, por
la lentitud de sus actos, de ser esos autómatas con
aspecto de seres humanos que habríamos de ver, años
después, en las películas de ciencia-ficción.
Me
iniciaba en el oficio de cartero montado en bicicleta, que
mi abuela me consiguió para que yo ayudara con el
gasto de la casa, cuando empezaron a hacérseme patentes
las diferencias entre mis paisanos. Que aunque a primera
vista parecían estar unidos y muy mezclados, la realidad
es que formaban dos grupos radicalmente distintos.
Uno
de ellos, el que se asentaba en la periferia de la ciudad,
el más numeroso, el de los más jodidos, era
el de aquellos que invariablemente decían que sí
¡A todo! sin saber por qué lo hacían.
El otro, el de la parte central, marcada minoría
dueña de empleos y empleados, era el de los que cuando
se animaban a decir algo, esto siempre era ¡No!
Para
poder diferenciarlos claramente, me di a la tarea de observarlos
con detenimiento. De inmediato noté que los primeros
practicaban el ver y escuchar lo sucedido a los demás,
para después comunicarlo por medio de susurros. O
a través de desaforados gritos. Eran los implacablemente
anatemizados por ser fornicadores obsesivos sin más
limitación que el agotamiento extremo. También
los identificaba el que, sin motivo aparente y sin pena
de ninguna clase, se les encontrara por las calles llorando
a lágrima viva, o riendose a escandalosas carcajadas.
Cierto
es que todo eso los caracterizaba, pero lo que sobresalía
en ellos era su gran capacidad para pujar. Sí, los
pujidos de sus esfuerzos llenaban las calles, como única
y ruidosa manifestación de actividad humana. Actividad
que, por otra parte, parecía ser inconsciente y de
la que ellos eran los menos beneficiados.
En
concordancia con lo anterior, este grupo, con instinto biológico
tal vez un poco animal, era un celoso vigilante del buen
funcionamiento de todos los orificios de su cuerpo. Los
consideraban los reguladores vitales y su alteración
era motivo de gran alarma. Viene al caso recordar, como
ejemplo, la ocasión en que Winston Potenciano salió
de su casa y parándose en medio de la calle gritó
a todo pulmón: "Me he quedado ciego". Sus
gritos penetraron y rebotaron por los polvosos callejones
y los enormes patios desiertos con tal intensidad, que doña
Chucha la chocolatera, agarrada por el descomunal grito
haciendo sus necesidades entre matorrales, emprendió
veloz carrera en busca de la iglesia dejando olvidada su
falda en el suelo, provocando asombro y otras cosas a los
que la vieron pasar desnuda de la cintura para abajo. Todo
lo que tuvo Potenciano fue una simple conjuntivitis productora
de pegajoso moco que dificultó la apertura de los
párpados.
En
cambio el otro grupo, motivo de las picantes murmuraciones
de los primeros; los anatemizadores; los impávidos,
se contentaban con satisfacer el funcionamiento de dos de
sus agujeros anatómicos. Sólamente se preocupaban
por comer y defecar, defecar y comer. Las afecciones que
los abatían eran consideradas designios divinos y
las aceptaban con piadosa religiosidad. Así, todos
sabían que Chiforito Navarrete y Baranda perdía
la vista progresivamente, víctima de pavorosa arterioesclerosis
causada por una diabetes juvenil asesina.
Motivados
por el afán de mostrar a los demás que no
se doblegaban ante el dolor, sus familiares lo sentaban
por las tardes en una mecedora a las puertas de su casa,
y él se la pasaba sonriendo como si nada.
Después
de mucho tiempo de observar, me pude percatar que a esta
gente, de los dos grupos, los unía algo que absolutamente
todos llevaban dentro de sus "calaveras". Ese
algo era .......el sueño. Sí, el sueño
de un glorioso pasado y dentro de los jugueteos de ese mismo
sueño, la seguridad de un futuro mejor.
Así
las cosas, sus habitantes se consideraban un pueblo de ensoñación,
mientras que los fuereños los calificaban un conjunto
de inútiles soñadores. Eran los tiempos de
aquel gobernante que, soñando, soñando, soñó
que rellenando el mar podríamos llegar a China caminando.
Eran
los tiempos en que los postes de luz estaban enclavados,
en las pocas zonas que lo estaban,a doscientos metros uno
de otro y cuando el sol se ocultaba, la espantosa oscuridad
que caía sobre el pueblo daba origen al "jinete
sin cabeza" y muchas leyendas más.
Y
es que, cuentos y sueños era lo mejor que se podía
hacer para sobrellevar las dos más pesadas circunstancias:
el infernal calor y un aplastante aburrimiento. Nadie parecía
ser capaz de hacer alguna otra cosa para vencer semejantes
condenas bíblicas.
En
esa lánguida, enajenada y enajenante placidez transcurrían
los años provincianos cuando una mañana apareció,
acurrucado en un rincón de los coloniales portales
del zócalo, un indígena que no se parecía
a los de la región.
Vestía
una especie de camisa sin mangas y sin cuello, pantalones
guangos que le terminaban un poco por debajo de las rodillas,
alpargatas muy gastadas y un sombrero, tan deteriorado que
ya no permitía adivinar cual había sido su
forma original.
Tenía
la piel muy morena, los ojos rasgados y el pelo tan abundante
como erizado. Su rostro mostraba una constante expresión
de alegría pero cuando se echaba a reir, parecía
que se arrancaba a llorar con gran tristeza.
Desde
el primer día que apareció en el pueblo, empezó
a hacerle plática a la gente como si siempre hubiera
vivido aquí y todos le conocieran. Pero hablaba el
castellano intercalándole palabras desconocidas por
nosotros. Nos habría de explicar que él pertenecía
a un grupo de indígenas de Chiapaas conocidos como
chamulas, y que las palabras que no entendíamos eran
de su lengua original. Sin embargo, cuando conversaba con
los pregoneros mayas que pasaban por las calles ofreciendo
su mercancía, su plática con ellos transcurría
con alegre fluidez.
Durante
el tiempo que vivió en nuestro pueblo, yo, que me
reunía a conversar con un grupo de muchachos en la
única esquina cercana a mi casa en que había
un poste de luz, y a la que se arrimaba el chamula a hilvanarnos
sus historias, lo empecé a seguir por la curiosidad
de saber a qué se dedicaba.
Lo
miré recorrer toda la playa conversando con cada
uno de los pescadores. Otras veces se iba al monte y no
regresaba sino hasta ya muy entrada la noche. Después
nos diría que esa era la mejor manera de conocer
la realidad de un pueblo. Que esas gentes -monteros y pescadores-
sabían más de lo que nosotros creíamos,
y que él así se iba enterando.
Pero
lo que más le gustaba -según nos confesó-,
era internarse en la populachera barriada situada al norte
de la ciudad. En esa populosa zona de casuchas maltrechas
incrustadas en tenebrosos callejones que corrían
entre palmeras de coco, se la pasaba conversando con sus
"siniestros" moradores muchas veces hasta que
amanecía. Le gustaba -decía- porque había
observado que con frecuencia, de esos conglomerados de hombres
rudos, nacían hijos con exquisita sensibilidad artística
e inclinaciones literarias. De ese barrio brotará
-aseguró contundente- el campechano poeta de los
tiempos venideros.
Sólamente
comía pedazos de yuca sancochada y bebía agua
de pozo. Esos eran los momentos en que se ponía a
tejer sus historias. Inacabables y fantásticas narraciones
que nos dejaban aturdidos y pensativos.
Así,
nos refirió que llegó a estos nuestros lares
atraído por la leyenda de los furiosos combates que
sostuvimos siglos atrás, y por la sapiencia de nuestros
antepasados.
Entusiasmado
por nuestros antecedentes, quiso conocernos para podérselo
contar a Clioera, un niño de su tierra que tenía
ganas de saber cómo eran los pueblos del mundo.
Y
poniéndose a hablar de su tierra, nos contó
que los hombres allá eran legendarios peleadores
irredentos. Que ello se debía a que la punta de la
"columnata" les terminaba en forma de "murcielagón".
Quiso decir que la primera vértebra del espinazo,
sobre la cual descansa la cabeza, es muy gruesa y tiene
la forma de un gran murciélago con las alas extendidas.
Que eso propicia que la cabeza se mueva con facilidad en
sentido horizontal, y que sólo puede hacerlo en sentido
vertical cuando las cosas son de la entera conveniencia
de sus dueños. Y que ahí estaba el hecho histórico
de cuando los hombres de ahí cargaron su tierra y
se la llevaron a Centroamérica, regresándola
cuando las cosas cambiaron para mejorar.
Una
de las cosas que dijo haber notado desde que llegó,
es que las mujeres de por acá tienen las "triángulas"
muy delgadas y la "maripososa" muy grande -se
refería a las piernas y la cadera-, a diferencia
de las de su tierra que las tienen proporcionales.
En
el desgrane de tanto y tantos relatos que nos hizo, el que
más impresionó fue aquel en que dijo que él
se entendía muy bien con los mayas nuestros, gracias
a que los indígenas de todo el país tienen
un código secreto para que cada uno de los grupos
sepa todo acerca de los demás. Que quizás
no lo viéramos, pero ellos iban a volver a mandar
ya que nosotros no habíamos sabido hacerlo.
Por
fin, una noche anunció que se iba al día siguiente.
Que ya había visto bastante. Que se iba convencido
de que por estos rumbos de la península, a la mayor
parte de nosotros la "columnata" nos termina en
forma de "murcielaguín". Quiso decir que
la primera vértebra de nuestro espinazo es demasiado
pequeña, y es por eso que hasta sin querer decimos
que sí. También no dijo que él creía
que ellos se debía a que, siendo la "maripososa"
de nuestras mujeres tan grande, la cabeza de los fetos al
desarrollarse en su interior tendía a ser del mismo
tamaño.
El
excesivo crecimiento de nuestra cabeza, según él,
era la causa del poco desarrollo de nuestra primera vértebra,
y de nuestra gran afición por el sueño. Terminó
lamentándose de que las cuestiones de la herencia
nos empujara a tan penosa situación, pero pensaba
que algún remedio habría de tener. Que lo
buscaría y cuando lo tuviera, regresaría.
Al
otro día se fue. Se volvió a Chiapas caminando.
Recordamos que nos dijo que arribó a nuestros rumbos,
en un barco que atravesó el continente por el estrecho
de Magallanes. Y que a él no le gustaba andar lo
andado. Por eso se fue caminando. Tal por eso no ha regresado,
pero de cualquier manera las cosas empezaron a cambiar.
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