C u e n t o

Un chamula para cambiar/ Jorge Luis Bravo Rosado

 
 

Sutil, lenta pero perceptiblemente empezaron a cambiar las cosas en el pueblo, después de la visita del chamula. Algunos pensaron que eso era bueno, pero la mayoría creyó que entrábamos a un mundo de infaustas perspectivas.

Y es que en aquel entonces, en este mi pueblo, situado en el centro del canicular sureste, sus habitantes, conocidos por ser muy campechanos, daban la impresión, por la lentitud de sus actos, de ser esos autómatas con aspecto de seres humanos que habríamos de ver, años después, en las películas de ciencia-ficción.

Me iniciaba en el oficio de cartero montado en bicicleta, que mi abuela me consiguió para que yo ayudara con el gasto de la casa, cuando empezaron a hacérseme patentes las diferencias entre mis paisanos. Que aunque a primera vista parecían estar unidos y muy mezclados, la realidad es que formaban dos grupos radicalmente distintos.

Uno de ellos, el que se asentaba en la periferia de la ciudad, el más numeroso, el de los más jodidos, era el de aquellos que invariablemente decían que sí ¡A todo! sin saber por qué lo hacían. El otro, el de la parte central, marcada minoría dueña de empleos y empleados, era el de los que cuando se animaban a decir algo, esto siempre era ¡No!

Para poder diferenciarlos claramente, me di a la tarea de observarlos con detenimiento. De inmediato noté que los primeros practicaban el ver y escuchar lo sucedido a los demás, para después comunicarlo por medio de susurros. O a través de desaforados gritos. Eran los implacablemente anatemizados por ser fornicadores obsesivos sin más limitación que el agotamiento extremo. También los identificaba el que, sin motivo aparente y sin pena de ninguna clase, se les encontrara por las calles llorando a lágrima viva, o riendose a escandalosas carcajadas.

Cierto es que todo eso los caracterizaba, pero lo que sobresalía en ellos era su gran capacidad para pujar. Sí, los pujidos de sus esfuerzos llenaban las calles, como única y ruidosa manifestación de actividad humana. Actividad que, por otra parte, parecía ser inconsciente y de la que ellos eran los menos beneficiados.

En concordancia con lo anterior, este grupo, con instinto biológico tal vez un poco animal, era un celoso vigilante del buen funcionamiento de todos los orificios de su cuerpo. Los consideraban los reguladores vitales y su alteración era motivo de gran alarma. Viene al caso recordar, como ejemplo, la ocasión en que Winston Potenciano salió de su casa y parándose en medio de la calle gritó a todo pulmón: "Me he quedado ciego". Sus gritos penetraron y rebotaron por los polvosos callejones y los enormes patios desiertos con tal intensidad, que doña Chucha la chocolatera, agarrada por el descomunal grito haciendo sus necesidades entre matorrales, emprendió veloz carrera en busca de la iglesia dejando olvidada su falda en el suelo, provocando asombro y otras cosas a los que la vieron pasar desnuda de la cintura para abajo. Todo lo que tuvo Potenciano fue una simple conjuntivitis productora de pegajoso moco que dificultó la apertura de los párpados.

En cambio el otro grupo, motivo de las picantes murmuraciones de los primeros; los anatemizadores; los impávidos, se contentaban con satisfacer el funcionamiento de dos de sus agujeros anatómicos. Sólamente se preocupaban por comer y defecar, defecar y comer. Las afecciones que los abatían eran consideradas designios divinos y las aceptaban con piadosa religiosidad. Así, todos sabían que Chiforito Navarrete y Baranda perdía la vista progresivamente, víctima de pavorosa arterioesclerosis causada por una diabetes juvenil asesina.

Motivados por el afán de mostrar a los demás que no se doblegaban ante el dolor, sus familiares lo sentaban por las tardes en una mecedora a las puertas de su casa, y él se la pasaba sonriendo como si nada.

Después de mucho tiempo de observar, me pude percatar que a esta gente, de los dos grupos, los unía algo que absolutamente todos llevaban dentro de sus "calaveras". Ese algo era .......el sueño. Sí, el sueño de un glorioso pasado y dentro de los jugueteos de ese mismo sueño, la seguridad de un futuro mejor.

Así las cosas, sus habitantes se consideraban un pueblo de ensoñación, mientras que los fuereños los calificaban un conjunto de inútiles soñadores. Eran los tiempos de aquel gobernante que, soñando, soñando, soñó que rellenando el mar podríamos llegar a China caminando.

Eran los tiempos en que los postes de luz estaban enclavados, en las pocas zonas que lo estaban,a doscientos metros uno de otro y cuando el sol se ocultaba, la espantosa oscuridad que caía sobre el pueblo daba origen al "jinete sin cabeza" y muchas leyendas más.

Y es que, cuentos y sueños era lo mejor que se podía hacer para sobrellevar las dos más pesadas circunstancias: el infernal calor y un aplastante aburrimiento. Nadie parecía ser capaz de hacer alguna otra cosa para vencer semejantes condenas bíblicas.

En esa lánguida, enajenada y enajenante placidez transcurrían los años provincianos cuando una mañana apareció, acurrucado en un rincón de los coloniales portales del zócalo, un indígena que no se parecía a los de la región.

Vestía una especie de camisa sin mangas y sin cuello, pantalones guangos que le terminaban un poco por debajo de las rodillas, alpargatas muy gastadas y un sombrero, tan deteriorado que ya no permitía adivinar cual había sido su forma original.

Tenía la piel muy morena, los ojos rasgados y el pelo tan abundante como erizado. Su rostro mostraba una constante expresión de alegría pero cuando se echaba a reir, parecía que se arrancaba a llorar con gran tristeza.

Desde el primer día que apareció en el pueblo, empezó a hacerle plática a la gente como si siempre hubiera vivido aquí y todos le conocieran. Pero hablaba el castellano intercalándole palabras desconocidas por nosotros. Nos habría de explicar que él pertenecía a un grupo de indígenas de Chiapaas conocidos como chamulas, y que las palabras que no entendíamos eran de su lengua original. Sin embargo, cuando conversaba con los pregoneros mayas que pasaban por las calles ofreciendo su mercancía, su plática con ellos transcurría con alegre fluidez.

Durante el tiempo que vivió en nuestro pueblo, yo, que me reunía a conversar con un grupo de muchachos en la única esquina cercana a mi casa en que había un poste de luz, y a la que se arrimaba el chamula a hilvanarnos sus historias, lo empecé a seguir por la curiosidad de saber a qué se dedicaba.

Lo miré recorrer toda la playa conversando con cada uno de los pescadores. Otras veces se iba al monte y no regresaba sino hasta ya muy entrada la noche. Después nos diría que esa era la mejor manera de conocer la realidad de un pueblo. Que esas gentes -monteros y pescadores- sabían más de lo que nosotros creíamos, y que él así se iba enterando.

Pero lo que más le gustaba -según nos confesó-, era internarse en la populachera barriada situada al norte de la ciudad. En esa populosa zona de casuchas maltrechas incrustadas en tenebrosos callejones que corrían entre palmeras de coco, se la pasaba conversando con sus "siniestros" moradores muchas veces hasta que amanecía. Le gustaba -decía- porque había observado que con frecuencia, de esos conglomerados de hombres rudos, nacían hijos con exquisita sensibilidad artística e inclinaciones literarias. De ese barrio brotará -aseguró contundente- el campechano poeta de los tiempos venideros.

Sólamente comía pedazos de yuca sancochada y bebía agua de pozo. Esos eran los momentos en que se ponía a tejer sus historias. Inacabables y fantásticas narraciones que nos dejaban aturdidos y pensativos.

Así, nos refirió que llegó a estos nuestros lares atraído por la leyenda de los furiosos combates que sostuvimos siglos atrás, y por la sapiencia de nuestros antepasados.

Entusiasmado por nuestros antecedentes, quiso conocernos para podérselo contar a Clioera, un niño de su tierra que tenía ganas de saber cómo eran los pueblos del mundo.

Y poniéndose a hablar de su tierra, nos contó que los hombres allá eran legendarios peleadores irredentos. Que ello se debía a que la punta de la "columnata" les terminaba en forma de "murcielagón". Quiso decir que la primera vértebra del espinazo, sobre la cual descansa la cabeza, es muy gruesa y tiene la forma de un gran murciélago con las alas extendidas. Que eso propicia que la cabeza se mueva con facilidad en sentido horizontal, y que sólo puede hacerlo en sentido vertical cuando las cosas son de la entera conveniencia de sus dueños. Y que ahí estaba el hecho histórico de cuando los hombres de ahí cargaron su tierra y se la llevaron a Centroamérica, regresándola cuando las cosas cambiaron para mejorar.

Una de las cosas que dijo haber notado desde que llegó, es que las mujeres de por acá tienen las "triángulas" muy delgadas y la "maripososa" muy grande -se refería a las piernas y la cadera-, a diferencia de las de su tierra que las tienen proporcionales.

En el desgrane de tanto y tantos relatos que nos hizo, el que más impresionó fue aquel en que dijo que él se entendía muy bien con los mayas nuestros, gracias a que los indígenas de todo el país tienen un código secreto para que cada uno de los grupos sepa todo acerca de los demás. Que quizás no lo viéramos, pero ellos iban a volver a mandar ya que nosotros no habíamos sabido hacerlo.

Por fin, una noche anunció que se iba al día siguiente. Que ya había visto bastante. Que se iba convencido de que por estos rumbos de la península, a la mayor parte de nosotros la "columnata" nos termina en forma de "murcielaguín". Quiso decir que la primera vértebra de nuestro espinazo es demasiado pequeña, y es por eso que hasta sin querer decimos que sí. También no dijo que él creía que ellos se debía a que, siendo la "maripososa" de nuestras mujeres tan grande, la cabeza de los fetos al desarrollarse en su interior tendía a ser del mismo tamaño.

El excesivo crecimiento de nuestra cabeza, según él, era la causa del poco desarrollo de nuestra primera vértebra, y de nuestra gran afición por el sueño. Terminó lamentándose de que las cuestiones de la herencia nos empujara a tan penosa situación, pero pensaba que algún remedio habría de tener. Que lo buscaría y cuando lo tuviera, regresaría.

Al otro día se fue. Se volvió a Chiapas caminando. Recordamos que nos dijo que arribó a nuestros rumbos, en un barco que atravesó el continente por el estrecho de Magallanes. Y que a él no le gustaba andar lo andado. Por eso se fue caminando. Tal por eso no ha regresado, pero de cualquier manera las cosas empezaron a cambiar.

 
 

Fuente: ...Como en botica. Colectivo (grupo "Diez más uno"). Edición del H. Ayuntamiento de Campeche, Camp., 1983. 96 p.