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La Divina Comida/ Claudia Hernández de Valle-Arizpe*

 

“La vida se palpa en lo ínfimo”, escribe Ramón Iván Suárez Caamal, poeta que nació en Calkiní, Campeche, pero que vive desde hace 20 años en el estado de Quintana Roo. Sus poemas más recientes, todavía inéditos, en los versos que hacen sus Décimas, de lite-realidad o en un libro anterior: Pulir el jade, con el que ganó, por cierto, el premio internacional de poesía Jaime Sabines en 1990, Suárez Caamal invoca a los objetos y humaniza la madera, el fierro, el estaño, la porcelana o la piedra con que se hicieron. En los poemas que tienen los ojos sobre las criaturas inanimadas hay una influencia evidente: la del cubano Eliseo Diego, que Suárez Caamal no niega sino que, por el contrario, nombra y agradece.

No pocos de los utensilios que aparecen en sus libros pertenecen al espacio de la cocina. Así, en “Cabriolas”, escribe: “La cafetera respira/ por la punta de su pico,/ fuma un tabaco muy rico,/ mueve el sombrero, suspira/ y lanza un piropo. Mira/ al mantel con impaciencia;/ regala una reverencia/ a la fina porcelana,/ se prepara su tisana/ y se bebe su conciencia. “Entre jades y espejos, luces y sombras, reptiles y peces, duele la madera y las cosas tienen ojos abiertos que nos miran. En el poema “Objetos varios” dice, sobre esos ojos “calizos” que “astillan la madera, hinchan/ el vientre de los muebles, colman/ de herrumbre rejas, tuberías;/ esgrafian relámpagos en la loza”: esta vocación del poeta por nombrar las cosas más pequeñas, aparentemente insignificantes, cotidianas y que trazan parte del paisaje más querido, el de la casa, nos recuerda la importancia de la unicidad y de la singularización; la necesidad de escribir de las cosas comunes, conocidísimas, como si se tratara de la primera vez. Si la cocina existe con su innegable importancia no hay razón para olvidarla en el discurso poético: “Las piedras de la cocina-dicen-/ un día molieron la carne de sus amos./ El comal al rojo vivo quemaba los muslos,/ las casas se tragaron a sus dueños.”

Vincular las cosas con los conceptos más abstractos tiene sus riesgos, pero hay quienes despliegan especial talento para hacer esta ecuación con buenos resultados. Es el caso de Eliseo Diego, a quien vuelvo recordando estos versos: “La muerte esa pequeña jarra con flores pintadas a mano, que hay en todas las cosas y que uno jamás se detiene a ver”. Esa muerte que también es un gato al instante de cruzar el patio o una mancha en el mundo; dos imágenes más que transitan “Versiones”.

El plato, la cuchara, el tenedor, el vaso y el mantel parecen inmortales. Quizá nos aferramos a ellos por que nos sobreviven y decir: la vajilla de la abuela o las ollas de mi madre ofrecen una cierta tranquilidad de culto familiar, de coto de caza, de resguardo, en fin. Y el encuentro con esta certeza es inevitable para el lector de Suárez Caamal, como cuando escribe: “Pese al luto por lo sagrado,/ no bajan aquí los cuervos que alimentaron al eremita,/ en cambio el olor a masapán y alfeñiques/ habla del horno cuyo corazón ardía por las tardes”. O cuando en esta otra estrofa dice “Señorones los frascos preferían/ semillas polvos condimentos/ señoritas las otras cuidaban su cintura/ líquido vino aceite/ ¿a donde fueron?/ ¿qué soprano los corrió de la cocina?”. En sus poemas la silla o, más bien, el esqueleto de ésta, comparte el espacio con la lata oxidada, el posillo que cuelgan de un naranjo, a lado de un mortero en el que, “Dios y el diablo trituran la apariencia”. En los poemas de Ramón Iván Suárez Caamal sólo faltan que los objetos hablen para revelarse en contra de ese modismo suyo “que todo lo perdona”, pero por fortuna no se da la prosopopeya sin voz para el diálogo o el soliloquio, basta con su presencia para que los objetos cobren vida y arrastren historias propias.

Libros, en los que, por otra parte se cuela siempre el agua en sus muy diversas formas, sea en río, charco, gotera, inundación o mar. Difícil, tal vez imposible, sería pensar en su ausencia y es que el autor de Pulir el jade vive en Bacalar; más que “tierra de carrizos” –según su etimología–, tierra de agua dulce, de cenotes de casi cien metros de hondura, de lagunas que como un cuchillo azul taja los mapas, y con el mar tan cerca, allí, en la bahía de Chetumal: mar sin olas, verdeazul, transparente; quizá jade y espejo o “el cardumen que hace habitable la cocina”, como dice Ramón en el poema “Tenedores”.

El que es echado de la cocina, el expulsado del vientre caliente del horno, el que no consume horas junto a las hiervas y la grasa, allí donde “en su hoguera tomaron cuerpo la taza/ como una flor con ambrosía/ la mano en súplica a la lluvia/ el plato que otra mano decoró con mil motivos/ el cántaro breve/ la tinaja cuyos pechos manan lluvia/ no se ciega la vida/ no se quiebre...”, sufre una suerte de exilio y es víctima de su más íntima nostalgia, como esa que impulsa, aquí, a Suárez Caamal al momento de pronunciar: “Ah/ un plato una cuchara de madera/ son hoy especies que se extinguen.”

 

*Claudia fue coordinadora del Taller Literario de la Casa de Cultura de Calkiní, en 1994 / Fuente: Resumen de Olas. Revista de publicación bimestral (noviembre-diciembre de 1994). Bacalar, Quintana Roo. 32 p.