“La
vida se palpa en lo ínfimo”, escribe Ramón
Iván Suárez Caamal, poeta que nació en
Calkiní, Campeche, pero que vive desde hace 20 años
en el estado de Quintana Roo. Sus poemas más recientes,
todavía inéditos, en los versos que hacen sus
Décimas, de lite-realidad o en un libro anterior: Pulir
el jade, con el que ganó, por cierto, el premio internacional
de poesía Jaime Sabines en 1990, Suárez Caamal
invoca a los objetos y humaniza la madera, el fierro, el estaño,
la porcelana o la piedra con que se hicieron. En los poemas
que tienen los ojos sobre las criaturas inanimadas hay una
influencia evidente: la del cubano Eliseo Diego, que Suárez
Caamal no niega sino que, por el contrario, nombra y agradece.
No
pocos de los utensilios que aparecen en sus libros pertenecen
al espacio de la cocina. Así, en “Cabriolas”, escribe: “La
cafetera respira/ por la punta de su pico,/ fuma un tabaco
muy rico,/ mueve el sombrero, suspira/ y lanza un piropo. Mira/
al mantel con impaciencia;/ regala una reverencia/ a la fina
porcelana,/ se prepara su tisana/ y se bebe su conciencia. “Entre
jades y espejos, luces y sombras, reptiles y peces, duele la
madera y las cosas tienen ojos abiertos que nos miran. En el
poema “Objetos varios” dice, sobre esos ojos “calizos” que “astillan
la madera, hinchan/ el vientre de los muebles, colman/ de herrumbre
rejas, tuberías;/ esgrafian relámpagos en la
loza”: esta vocación del poeta por nombrar las cosas
más pequeñas, aparentemente insignificantes,
cotidianas y que trazan parte del paisaje más querido,
el de la casa, nos recuerda la importancia de la unicidad y
de la singularización; la necesidad de escribir de las
cosas comunes, conocidísimas, como si se tratara de
la primera vez. Si la cocina existe con su innegable importancia
no hay razón para olvidarla en el discurso poético: “Las
piedras de la cocina-dicen-/ un día molieron la carne
de sus amos./ El comal al rojo vivo quemaba los muslos,/ las
casas se tragaron a sus dueños.”
Vincular
las cosas con los conceptos más abstractos
tiene sus riesgos, pero hay quienes despliegan especial talento
para hacer esta ecuación con buenos resultados. Es el
caso de Eliseo Diego, a quien vuelvo recordando estos versos: “La
muerte esa pequeña jarra con flores pintadas a mano,
que hay en todas las cosas y que uno jamás se detiene
a ver”. Esa muerte que también es un gato al instante
de cruzar el patio o una mancha en el mundo; dos imágenes
más que transitan “Versiones”.
El
plato, la cuchara, el tenedor, el vaso y el mantel parecen
inmortales. Quizá nos aferramos a ellos por que nos
sobreviven y decir: la vajilla de la abuela o las ollas de
mi madre ofrecen una cierta tranquilidad de culto familiar,
de coto de caza, de resguardo, en fin. Y el encuentro con esta
certeza es inevitable para el lector de Suárez Caamal,
como cuando escribe: “Pese al luto por lo sagrado,/ no bajan
aquí los cuervos que alimentaron al eremita,/ en cambio
el olor a masapán y alfeñiques/ habla del horno
cuyo corazón ardía por las tardes”. O cuando
en esta otra estrofa dice “Señorones los frascos preferían/
semillas polvos condimentos/ señoritas las otras cuidaban
su cintura/ líquido vino aceite/ ¿a donde fueron?/ ¿qué soprano
los corrió de la cocina?”. En sus poemas la silla o,
más bien, el esqueleto de ésta, comparte el espacio
con la lata oxidada, el posillo que cuelgan de un naranjo,
a lado de un mortero en el que, “Dios y el diablo trituran
la apariencia”. En los poemas de Ramón Iván Suárez
Caamal sólo faltan que los objetos hablen para revelarse
en contra de ese modismo suyo “que todo lo perdona”, pero por
fortuna no se da la prosopopeya sin voz para el diálogo
o el soliloquio, basta con su presencia para que los objetos
cobren vida y arrastren historias propias.
Libros,
en los que, por otra parte se cuela siempre el agua en sus
muy diversas formas, sea en río, charco, gotera,
inundación o mar. Difícil, tal vez imposible,
sería pensar en su ausencia y es que el autor de Pulir
el jade vive en Bacalar; más que “tierra de carrizos” –según
su etimología–, tierra de agua dulce, de cenotes de
casi cien metros de hondura, de lagunas que como un cuchillo
azul taja los mapas, y con el mar tan cerca, allí, en
la bahía de Chetumal: mar sin olas, verdeazul, transparente;
quizá jade y espejo o “el cardumen que hace habitable
la cocina”, como dice Ramón en el poema “Tenedores”.
El
que es echado de la cocina, el expulsado del vientre caliente
del horno, el que no consume horas junto a las hiervas y
la grasa, allí donde “en su hoguera tomaron cuerpo
la taza/ como una flor con ambrosía/ la mano en súplica
a la lluvia/ el plato que otra mano decoró con mil
motivos/ el cántaro breve/ la tinaja cuyos pechos
manan lluvia/ no se ciega la vida/ no se quiebre...”, sufre
una suerte de exilio y es víctima de su más íntima
nostalgia, como esa que impulsa, aquí, a Suárez
Caamal al momento de pronunciar: “Ah/ un plato una cuchara
de madera/ son hoy especies que se extinguen.”