Mantener
la paz en un mundo globalizado en el desorden, disperso y diverso,
con multitud de divisiones sociales y con tantas áreas
en conflicto, mucho me temo que no es nada fácil. Luchas
que parecen tener sus raíces en la religión y
que, sin embargo, tienen sus orígenes en rivalidades
políticas, ambiciones territoriales o acceso a recursos
naturales. Pugnas que se tragan los derechos humanos y la justicia
social. En una palabra, cuando tantos factores podrían
favorecer el entendimiento, resulta que en doquier parte del
mundo, la sociedad estalla y prevalece las fragmentaciones del
este-oeste, norte-sur, país amigo-país enemigo…
Si bien la consolidación de la paz es un esfuerzo colectivo
y permanente, en el que ha de participar las comunidades internacionales,
pienso que son los gobiernos de los países los que tienen
la responsabilidad primordial de establecer una agenda de prioridades
y de asegurar tranquilidad a sus ciudadanos.
La
tierra tiene el rostro del sufrimiento subido, a pesar de los
que siembran la alegría de vivir –atmósfera
que es de agradecer- y aunque la paz aparenta ganar terreno.
Parece progresar la cultura de la paz en la conciencia humana;
pero, por desgracia, vemos al mismo tiempo violencias y violaciones,
brutalidades y fanatismos, que nos hacen dudar de todo y de
todos. Dicho lo anterior, creo que el mundo no está más
cerca de la paz, en parte, porque a veces se deja muerta la
vía del diálogo, mientras la irresponsabilidad
toma posiciones de poder. Países y pueblos enteros andan
envueltos en tensiones que les desbordan. Los humanos en vez
de ponerse por montera el orbe en el alma, se escudan en un
mundo con armas. El peligro de que aumenten los países
con armas nucleares suscita en toda persona responsable una
fundada preocupación.
En
África, a pesar de que numerosos países han progresado
en el camino de la libertad y de la democracia, quedan todavía
muchas inciviles guerras en el escenario de la vida. El Medio
Oriente sigue siendo aún fragua de conflictos y atentados,
que influye también en Naciones y regiones limítrofes,
con el riesgo de quedar atrapadas en la espiral de la violencia.
Para avivar el peligro, el mundo está inundado de armas
de todo tipo. La proliferación de armas pequeñas
y ligeras, si bien no provocan, de por sí, los conflictos,
la facilidad de conseguirlas estimula el ajuste de cuentas como
solución para zanjar controversias y tiende a agravarlo
todo y a hacerlo más cruel. Nadie hoy, en su sano juicio,
pone en duda que las armas ilícitas, aparte de alimentar
las contiendas, son un gran negocio. En ocasiones da la sensación
que la humanidad vive sin ley, si acaso con la ley de la selva.
Por ello, sería bueno avanzar en el crecimiento de la
cultura jurídica universalista, esa que converge de las
legislaciones de cada Estado hacia el reconocimiento de los
derechos humanos fundamentales. Garantizar la seguridad de todo
ciudadano ha de ser algo vital, debe serlo por ley de vida.
Esto significa utilizar tanto acciones prácticas como
legislativas para impedir que las bandas de delincuentes organizados
-capos de la droga, traficantes de seres humanos, blanqueadores
de dinero o terroristas- aprovechen las libertades que les aportan
algunos países.
Para
que la paz esté más cerca del mundo y el mundo
de la paz, hay que buscar una estética, un equilibrio
entre diversidades e intereses divergentes para que converjan
en un punto, en el de la paz, que si es posible. Es cierto que
hace falta cultivarla tanto cada mañana como cada atardecer.
El arte, el deporte u otra motivación humana, ayuda a
crecer el desvelo. Por ejemplo, la Copa de la Paz, competición
amistosa que tiene por objetivo promocionar la paz en el mundo
mediante el balompié. La primera edición se celebró
en 2003 y se disputa cada dos años, en distintas ciudades
coreanas, participando en ella los equipos más importantes
de los diferentes continentes. Para 2009, el torneo abandonará
por primera vez el país asiático y se disputará,
entre julio y agosto, en nuestro país. En cualquier caso,
está visto que una paz impuesta por los vencedores sobre
los vencidos no es más que una paz aparente. Nuestra
propia historia nos participa que una paz duradera no se edifica
más que sobre la justicia, que es tanto como decir, sobre
el reconocimiento en cuanto pueblo y el respeto en cuanto a
persona. De lo contrario, el mundo será un parte de sucesos
bochornoso.
A
todos nos interesa eliminar todas las amenazas a la paz. Lo
sensato sería que hubiese una autoridad mundial colegiada
que hiciese respetar el derecho y propiciase el diálogo
cuando surgieran conflictos entre países. Es cierto que
tenemos Organismos internacionales, pero a veces son más
representativos que ejecutivos y, si lo son, su entramado estructural
es complejo para una eficaz resolución. El mundo se halla
en una situación precaria. A los hechos me remito. Unos
aguantan la crisis alimenticia como pueden y otros nadan en
la abundancia. Unos se lanzan a la mar para llegar al paraíso
y otros cierran filas para que no entren. La vida humana en
unos sitios apenas vale nada, en otros lo que vale es el culto
al cuerpo. A pesar de los pesares existe la esperanza. Lo son
los ocho objetivos de desarrollo del Milenio, que abarcan desde
la reducción a la mitad la pobreza extrema hasta la detención
de la propagación del VIH/SIDA y la consecución
de la enseñanza primaria universal para el año
2015. Constituyen un plan convenido por todas las naciones del
mundo y todas las instituciones de desarrollo más importantes
a nivel mundial. Los objetivos han galvanizado esfuerzos sin
precedentes para ayudar a los más pobres del mundo, lo
que redundará en achicar injusticias. Desde luego, si
queremos la paz hay que luchar por la justicia.
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