El
trabajo más que vida, es justicia, no en vano es un derecho
y un deber. Por desgracia, para muchas personas hoy en día
es una fuente de dolor. Portan en vena la cultura del miedo
a quedarse desempleadas, verdadera fuente de angustia y dolor,
una auténtica calamidad social. Pasar a engrosar el club
de los marginados, tener dificultades para proveerse de necesidades
esenciales, no poder reconocerse útiles para la sociedad,
verse como un producto de desecho del injusto tejido productivo,
envilece y humilla tanto que desequilibra a cualquier persona.
Por ello, todo el planeta tiene que volverse a centrar en el
mundo obrero, es fundamental, si no queremos seguir alimentando
la pobreza y la desigualdad. El deber de la globalización
nos pide diligencia. Acciones concretas para romper el círculo
vicioso de la exclusión, para avivar el empleo junto
a los derechos sociales, y poder luchar contra la discriminación
e igualdad de oportunidades.
Evidentemente
el mundo debiera gastarse y desgastarse mucho más en
promover inversiones que activen un empleo decente. También
creo que se debe prestar más atención en la protección
a las personas y familias afectadas por el desempleo. El mundo
de la marginalidad se incrementa porque no se pasa de las palabras
a los hechos. La persona humana debe ser lo prioritario en una
sociedad y no lo está siendo. Los líderes sociales
no dan respuestas reales, contundentes, a una cuestión
que no puede esperar. El mundo debe funcionar más equitativamente,
o sea, más a corazón de obrero. Téngase
en cuenta que el trabajo es lo único que da salud a una
comunidad. El codo con codo antes que la zancadilla. El sufrimiento
que genera el desempleo será menor en la medida en que
ayudemos a quienes buscan trabajo. Han de sentirse arropados
por todos los agentes sociales, también por la solidaridad
obrera. En cualquier caso, pienso que uno de los graves problemas
de este siglo es la manifiesta insolidaridad entre las personas,
puesto que mientras unos disponen en abundancia de medios de
subsistencia, hasta el punto de derrocharlos, otros seres humanos
se hallan en condiciones precarias.
La
fuente de dolor expansiva y creciente que soportan personas
excluidas de un trabajo decente, tiene su raíz en el
abandono de un orden social más justo. Por mucho que
se nos llena la boca de solidaridad humana, nos la hemos cargado
y corrompido. Las tensiones que vive hoy el mundo no son resueltas
por falta de solidaridad. Los problemas socioeconómicos
tampoco son satisfechos por la insolidaridad manifiesta de los
pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores
y de los desempleados entre sí, de los empresarios y
de los empleados. Ciertamente, cuando se pierde el respeto a
la persona humana como tal, todo camina a la deriva, y las actitudes
de soberbia y egoísmo campean a sus anchas. Si la solidaridad
estuviese realmente enraizada en la vida de las personas, no
habría tantas fronteras ni frentes, y los objetivos del
desarrollo del milenio serían palabra cumplida. Precisamente,
la Unión Europea acaba de hacer públicas unas
recomendaciones para que los países miembros puedan llevar
a buen término sus compromisos de lucha contra el hambre,
la pobreza y la enfermedad. Estas naciones deben gastar más
dinero en ayudar a los pobres del mundo. Así lo afirma
el Comisario de Desarrollo, Andris Piebalgs, que ha pedido planes
anuales a los Estados miembros para aumentar los fondos y emplearlos
con más eficacia.
La
generosidad será eficaz, por otra parte, en la medida
que seamos capaces de globalizar la cultura del trabajo como
deber y derecho. Cuanto más global sea el mercado, tanto
más debe ser equilibrado por una desarrollo solidario,
atento a las necesidades de los más débiles. La
voz de los desempleados tiene que estar en primera línea
para construir un mundo más justo. En efecto, cada persona
debe contar, esté empleada o no lo esté, y ser
consciente de su papel al servicio de la colectividad. Consecuentemente,
el movimiento obrero debe contar con las personas desocupadas,
y en sus jornadas de reivindicación y lucha, deben solicitar
su presencia física y activa. Nadie necesita tanta ayuda
como los que no tienen un trabajo. Lo subrayo: uno de sus mayores
derechos y deberes.
El
primero de mayo, pues, debe representar una fecha emblemática
para los trabajadores, forma parte de nuestra historia obrera,
pero también debe serlo para ese otro mundo al que se
le niega poder hacerlo, puesto que es muy oportuna la fecha
para poder afirmar el valor del trabajo y de la civilización
enraizada a él, contra algunas ideologías actuales
que, por el contrario, sostienen la civilización trepa
o el coleccionismo del dinero fácil, para el derroche
y la compra accesible, hasta de personas para su divertimento.
¿Habrá crueldad mayor que trabajar para comprar
personas? Contestémonos cada cual consigo mismo.
Es
cierto, quizás tengamos que cambiar de marcha, redescubrir
lo que somos, y endulzarnos la vida con otros sistemas de producción.
Está visto que el trabajo actual, tal y como está
concebido, genera infelicidad y desasosiego. Hoy es un amor
imposible para muchas personas lo que apuntó el poeta
latino, Horacio Flaco, de que “el placer que acompaña
al trabajo pone en olvido a la fatiga”. El mercado oferta
tantos trabajos indecentes que nadie puede quedarse indiferente,
cuando menos ante el día internacional de los trabajadores.
Hay quien llega a odiar la vida por el trabajo que tiene. El
propio sistema lo considera un engranaje más de la producción,
una maquina sin sentimientos. Como ve el lector hay muchas cuestiones
que reivindicar el mundializado uno de mayo, y también
todos los días venideros, porque realmente hemos convertido
el trabajo en un calvario para muchas personas y el desempleo
en la cruz que soportan millones de seres humanos.
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