Los
signos religiosos han caído en desgracia. Realmente
todo lo que huele a religiosidad, aunque formen parte de nuestras
raíces históricas. Hay un inconcebible y mezquino
afán por romper vínculos cristianos de toda
la vida y tradiciones ancestrales. Se destierra doquier referencia
pública a la fe. Las multitudinarias manifestaciones
piadosas también son silenciadas, salvo algunas populares
convertidas más en espectáculo que en recogimiento.
Y lo que es peor, el derecho constitucional de las personas
a manifestar su religión, comienza a ponerse en entredicho.
Aparte de ser ruin poner veto a la libertad de culto, reducir
la religión exclusivamente a la esfera de lo privado,
es una actitud poco neutral y nada enriquecedora, sobre todo
entre la población universitaria en formación,
a la que le hace falta cultivarse íntegramente. La
censura en el pensamiento no es de recibo y pasa factura.
Esa embestida laicista protagonizada por algunos sectores
políticos carece de fundamento y hasta de sentido común.
A veces raya lo inconstitucional.
Adentrarse
en el pensamiento de las religiones no debe acomplejarnos,
todo lo contrario, los planes de estudio debieran revitalizarlas.
Por encima de inútiles nostalgias, hay que poner el
acento en valores perdidos y acentuar la mirada en un nuevo
renacer cristiano, sin perder la memoria histórica
como proyecto de avance cultural. La España católica
ha de perder miedos o caer en resignaciones que no conducen
a puerto alguno. Si ya resulta paradójico que la biblia
(el libro de los libros) y el crucifijo (la señal del
cristiano) se retire de actos académicos, no menos
absurdo resulta que la Universidad, nacida de la ex corde
Ecclesiae, pode toda referencia al valor religioso, cuestión
vital para crecer ante la vida y uno mismo, desde el altar
de la conciencia y el retablo del tiempo, sapiencia singular
para comprendernos y comprenderse. Para no pocos, los signos
religiosos nada le dicen. Piensan que, con un patrimonio económico
aceptable, está demás el patrimonio espiritual.
Dios queda lejos de ese mundo de mercado, marcado por vivir
al día.
Estos
conocimientos que se potencian, descafeinados de toda dimensión
ética, no sirven para la vida, para nada son útiles,
más bien nos aborregan. Hay otros saberes que precisamos
con urgencia para poder discernir y reponer convivencias saciadas
en la comprensión. Las religiones, y la católica
en especial, tiene una constitutiva dimensión humanista,
puesto que siembra un respeto pleno y total hacia el ser humano,
dotándole de una dignidad cultural cualificada. Los
resultados ya los tenemos. Antaño la Universidad representaba
la universalidad y pluralidad; hoy, -por desgracia- , suele
representar la voz del político de turno y el cortijo
de un determinado pensamiento, amparándose más
de un docente (trepa) en una falsa (indecente) libertad de
cátedra. Ya no sólo se han eclipsado los signos
religiosos de los centros docentes, también escasea
la figura del intelectual cristiano. Parece haber desaparecido
(o permanece adormecido), incluso los que en otro tiempo escalaron
puestos por la gracia divina, de los espacios de cultura y
docencia.