Algunos
son buenos para cobrar y le tiembla a uno las manos
para pagarles; otros son más conscientes, cobran
lo justo tomando en cuenta la distancia; otros no dan
servicio si no se completa a dos pasajeros. Pero cuando
coincide una familia, hasta en el toldo quisieran instalar
a los niños.
Intentar
ocupar un triciclero en plena carrera es una verdadera
proeza, se vuelven sordos a propósito al llamado
de la clientela y si acaso responden, con voz ruidosa
se excusan con naderías infantiles, no obstante,
que a veces no tienen la necesidad de desviarse del
rumbo que llevan, tal parece que no necesitan el dinero.
El desplante es una de sus características.
Como
en todos los oficios, entre los tricicleros no faltan
sus personajes sin pares que atolondran si no se conocen.
Entre estos trabajadores, descuella uno a quien le apodan:
"El gato volador". Transita por la calles
vertiginosamente en busca de pasaje, insuflando atronadoras
palabras sin sentido que asusta a quien lo intenta contratar.
En realidad es una persona inofensiva que le gusta jugar
y exhibirse con actitudes infantiles que no van de acuerdo
con su edad. Incluso en las aglomeraciones de personas
le gusta ponerse de cabeza, manteniéndose erguido
durante un breve tiempo, y después de reponerse,
lanza un grito estridente que se pierde en los intersticios
de la multitud, ensimismada en la atención de
su espectáculo, obviamente causa un gran revuelo.
En
los periodos electorales, los tricicleros aprovechan
la ocasión para renovar el toldo de sus vehículos,
lo reciben como un regalo de los partidos contendientes
(los más fuertes) como si este gesto caritativo
les garantizara el voto. Algunos radicales se niegan
a aceptarlo, los simuladores se dejan seducir. Para
asegurarse que la propaganda le llegue al público,
hay un partido en especial con los colmillos bien retorcidos
que le ha servido para mantenerse durante mucho tiempo
en el poder, que prefiere instalarlo en el momento de
la entrega Los triciclos, aves amarillas con franjas
blancas y estacionados en hilera infinita, esperan pacientemente
el armado de sus parasoles que les llegarán de
las manos ávidas de carpinteros improvisados
como un obsequio que sobaja, que excreta la dignidad
humana por el trasfondo político que conlleva
dicha regalía.
Ir
detrás de un triciclo da tiempo para contarle
los pelos a un gato, y más en el arranque de
la luz verde en el semáforo de un cruce de vía.
El que lo antecede a uno se forra de gusto por el malestar
causado porque sabe del respeto que se le debe dispensar
por ser un vehículo público. Y en su estertóreo
esfuerzo por darle vuelta a los pedales parece decir
con el rabillo del ojo izquierdo: "Ahora te aguantas,
tanto derecho tienes tú como yo de rotar y rotar
por donde se quiera ", mientras uno se consume
de ansiedad y el otro yo renueva el conteo de lo que
ya antes se había contado...
Cuando
no tienen espejo retrovisor, rebasan sin previo aviso
o señalan el rumbo de forma inesperada, posicionados.
a veces, en el carril contrario, dejando en suspenso
al que le sigue. Se tiene que avispar los sentidos si
se quiere evitar algún percance.
|