El corazón de Ah' Canul - 19
Inicio
El hacendado del terror
Mitos y Leyendas
Jorge Jesús Tun Chuc
Portada -19
 

Durante el Porfiriato y la Revolución Mexicana, en Dzitbalché como en otras comunidades campechanas y yucatecas, florecieron numerosas haciendas agrícolas y ganaderas.

Como se sabe, los propietarios de estas fincas eran ciudadanos acaudalados que protegidos por leyes injustas y el dinero; aplicaron a la población indígena un sistema feudal de explotación extrema. Algunos de estos ricachones se convirtieron en auténticos caciques que, incluso llegaron al grado de esclavizar a los humildes campesinos, torturando cruelmente a quienes osaban desobedecer sus órdenes. Pero, uno de ellos; el Sr. Miguel Rodríguez superó a todos sus colegas, debido a su conducta criminal sin límites.

La fecha de su nacimiento y los nombres de sus descendientes directos, paulatinamente se han desvanecido de la memoria colectiva. El temido hacendado moraba en la casona que se ubica en la calle 18 s/n entre 23y 25 en el lado poniente del parque principal. Actualmente, parte de este inmueble está ocupado por una línea de autobuses y una nevería.

Cuentan los veteranos habitantes que, el Sr. Miguel Rodríguez torturó brutalmente y asesinó a sangre fría a mucha gente inocente. Para tener una idea clara de su enfermiza crueldad, he aquí uno de sus actos de "justicia:"Un día muy de mañana, un joven jornalero cuyo nombre desapareció tras la cortina del anonimato, iba rumbo a sus tareas del campo, cuando de pronto; se encontró en el camino con una res muerta. El labrador se acercó al animal y vio que tenía heridas causadas por arma de fuego. También comprobó que tenía la marca del fierro del violento hacendado.

Sin saber que sería el último gran error de su vida, el ingenuo joven en vez de continuar su camino, regresó al poblado; dirigiéndose a la residencia del cacique. Una vez allí, insistió ante la servidumbre su urgencia de hablar con el patrón.

Por fin, lo hicieron pasar y enseguida le expuso al extemporáneo feudal; el motivo de su visita. Tal vez creyó el joven campesino que lograría una gratificación económica o cuando menos una expresión de agradecimiento. Ignoraba que, su suerte ya estaba echada. El mal hombre ordenó que lo dejaran en paños menores, para que luego fuese atado a un poste y enseguida ser azotado con el chicote hasta dejarlo macerado en su propia sangre.

En las breves pausas, el "verdugo" le preguntaba quién había sacrificado al animal propiedad del hacendado. El pobre hombre respondía que él no lo había hecho. El torturador le sugería que mejor se declarara culpable. Como la víctima insistía en su inocencia, el verdugo continuaba con el flagelo. El insoportable castigo terminó con desmoronar la resistencia del joven. Pero, la purga personal no terminaba ahí. Era el principio del fin.

Con saña enfermiza, el sádico ejecutor le unta al indefenso campesino jugo de naranja agria con sal, en todo el cuerpo. Sus gritos desgarradores se escuchaban en todo el vecindario del centro. Mientras se decidía su destino final, el infortunado joven es encerrado en un calabozo, situado en el patio de la residencia del hacendado. Ni las súplicas y lágrimas impotentes de sus humildes padres, lograron salvar la vida del muchacho. Ese mismo día, cuentan los más ancianos del pueblo que, el inocente campesino murió fusilado en la pared frontal del cementerio. Numerosos casos como este, caracterizan el negro historial del hacendado Miguel Rodríguez.

Pero en esta vida, toda causa tiene un efecto. De manera más clara, un viejo refrán reza: el que a hierro mata, a hierro muere. Además, al igual que todo ser humano, tarde o temprano regresará al polvo. Cuando la dama de la guadaña enfiló sus pasos para ir en busca de Miguel Rodríguez, éste; desde días atrás había caído en una agonía enmarcada por terribles delirios que, degeneró en una diabólica metamorfosis que puso la piel de gallina y los cabellos de punta a sus familiares y la servidumbre. Sus gritos eran bestiales y su conducta se tornó violenta, desarrollando una fuerza descomunal. Esto hizo que lo amarraran con cuerdas a la cama. Para ello, se requirió la intervención de varios hombres para dominarlo. Las contadas personas que lo vieron en su lecho de muerte, juran que tenía una mirada propia del mismo infierno. Se dice que, en la frente le aparecieron dos protuberancias simétricamente dispuestas. En la parte baja de su espalda donde la cintura pierde su nombre, le surgió un disimulado apéndice tubular.

Así pasaron varios días sin que el otrora despiadado personaje, muriera tranquilamente.

La gente pasaba a prudente distancia de la residencia del moribundo cacique. Por las noches, las personas evitaban salir a la calle, pues existía una auténtica sicosis por los insólitos sucesos que ocurrían en la casa de la familia Rodríguez. Se cuenta que el cura de la parroquia del pueblo, cuyo nombre nadie recuerda; sintió un miedo tiritante cuando estuvo frente al transformado hombre; para asistirle los santos óleos.

Los más viejos del pueblo sugirieron a la familia del moribundo que, para poner punto final a esa pesadilla, es decir; para que el viejo hacendado encontrara una muerte serena, era necesario propinarle una paliza a latigazos, castigo similar al que a mucha gente sometió con total impunidad tiempo atrás. No se sabe quién dio cumplimiento a esa penosa pero, necesaria tarea. Algunos minutos después, como si un poder celestial enviara su mandato, el agotado y anciano hacendado, expiró. Al día siguiente, en una fecha todavía pendiente por averiguar; sus familiares y escasas amistades asistieron a sus funerales. El castigo enviado por el Todopoderoso, al fin se había cumplido.

Los años pasaron, y paulatinamente este negro suceso toma su lugar en la tradición oral del pueblo, generación tras generación. El tiempo es la mejor medicina para los males del alma. No queda de Miguel Rodríguez, rastro alguno. De sus fotografías y retratos nada se sabe.

En el Registro Civil no ha sido posible hasta ahora, dar con el libro donde se asienta la fecha de su fallecimiento. Su lápida mortuoria no aparece en el panteón ni en la parroquia. El eterno Cronos se tomó la tarea de borrar sus huellas para siempre. La cuenta, estaba saldada.