Desde
muy pequeña aprendí el oficio propio de una mujer hecha
y derecha, pero no lo aprendí con la dulzura de mando
de la voz maternal, sino a punta de escobazos y pescozones,
chichones que todavía adornan mi estropeada mollera.
Las circunstancias en mi contra favorecieron mi incursión
anticipada a un campo no propio de mi edad, pues era
la primogénita entre tres varones.
La
rutina de mi vida transcurría entre ollas tiznadas, ropa
sucia y maloliente, aseo de la casa, acarreo de agua
de pozo (no se contaba aún con el agua potable), cuidado
de mis hermanitos, hechura de sombreros de jipi, y de
pilón armarme de paciencia para soportar los gritos estridentes
de mi madre que no perdía la oportunidad de lastimar
mi autoestima y para asegurarse del cumplimiento de esas
obligaciones (así lo había dispuesto ella, no obstante
mi edad) me recetaba una tanda de secos coscorrones.
Nunca
me dio la oportunidad de desenvolverme como niña, pues
no tuve el privilegio de compartir con los vecinitos
de mi barrio de aquellos juegos comunes a esa edad, ya
sea en los simulacros de papá y mamá, en donde una muñeca
de palo se le sueña como a una hija o en los pleitos
de escupitajos y arañazos; en fin, no disfruté de ninguna
de estas distracciones. Tampoco recibí apapachos como
toda niña normal, pues es bien sabido que el amor dado
a tiempo es la clave para fortalecer el futuro carácter
de cualquier persona para enfrentar la vida con serenidad.
Ni menos, me fue permitido concluir la primaria, apenas
terminé el segundo grado, a diferencia de mis hermanos,
aunque no la supieron aprovechar porque han corcoveado
en el transcurso de su existencia.
Al
observar la preferencia de mi madre por ellos le reclamaba
constantemente y ella los justifica diciendo:
-¡Hija,
ni me calientes la cabeza, tus hermanos son como las
piedras de la calle, asentadas sin responsabilidad de
nada, ruedan y ruedan sin rumbo fijo, en cambio tú naciste
marcada con la insignia del trabajo, te guste o no.
A
pesar de mi corta edad, no aceptaba la filosofía practicada
por mi madre, pues iba en perjuicio de mi integridad
de mujer. Tampoco lograba entender el porqué de esa actitud
arisca en contra mía, si yo la amaba mucho y hartas veces
se lo había demostrado, aunque no se entregaba a fondo
debido a su fuerte carácter o quizá por algún rezago
del mal trato recibido de sus predecesores que lo reflejaba
en mí de manera inconsciente. "Los hijos educados con
esa estrategia la repiten en sus descendientes".
"El
amor es como el hambre cuando cala es necesario satisfacerlo".
Entre
las labores domésticas más entretenidas para mí era traer
agua de pozo, dulce y pura, pues me daba la oportunidad
de relacionarme con los amiguitos del barrio, despejar
mi mente de la rutina de un hogar áspero y asfixiante,
aunque fuera por breves momentos, ya que tenía el tiempo
medido. Si me ganaba la distracción, mi madre se encargaba
de volverme a la realidad con sus agudos gritos poniéndome
automáticamente en acción. Con bastante esfuerzo subía
mi cantarito tepakanense y me lo acomodaba en mi frágil
cadera. Entre tropezones y malabarismos iba rumbo a casa
a depositar el líquido, si era para tomar, en la tinaja
semienterrada en la cocina para conservarla fresca, o
si era para el lavado en las cubetas predispuestas para
ello.
Era
una época de un trajín agotador en donde la mujer se
sobaba el lomo en el cumplimiento de sus faenas hogareñas,
especialmente en la traída del agua que se conseguía
desde lejos, pues era muy costosa la construcción de
uno personal, por eso se recurría a los vecinos o al
de la calle (pozo comunal).
Era
el tiempo en que a nadie se le negaba el agua de pozo;
nunca imaginé que en tiempos venideros el agua sería
un producto comerciable, y si acaso no se le niega a
alguien, poquito falta.
Fue
en esa rutina de traer agua de pozo artesiano la que
me convirtió en la población en la comida verbal de un
hecho inédito de Semana Santa.
Fue
un Viernes Santo en que, según la creencia católica,
ese día se le reserva a Dios para celebrar su vía crucis,
por tanto, era necesario acudir al lugar en donde se
le rindiera culto. Sin embargo, no me fue posible cumplir
con mis obligaciones espirituales, debido a que faltaba
agua en casa y era urgente traerla. A pesar de ser un
día especial, mi madre me obligó a cumplir.
Por
primera vez en mi vida no quise obedecerla; primeramente,
porque era una fecha en que no se debía trabajar, y en
segundo lugar, a que mi ánimo se encontraba alterado
por un extraño escozor de algo inexplicable que me producía
temor y se lo comenté como justificación a mi negativa;
pero de nada valió, lo único que salí ganando fue una
sarta de pescozones que no pude evitar y un escobazo
que libré a tiempo si no corría.
Con
el semblante descompuesto tomé mi cántaro y me encaminé
al pozo de mi vecino, que en esos momentos reflejaba
una misteriosa desolación. Sin nadie con quien conversar
mis desventuras, ni siquiera se escuchaba el acostumbrado
canto de las aves de corral. En un día normal ese mismo
entorno luciría alegre y vistoso: mis amigos departiendo
conmigo y los animales revoloteando a mi alrededor. Luego
reflexioné, era obvio que mis amigos en esos momentos
estarían en la iglesia fortaleciendo su espíritu y no
perdiendo el tiempo en tareas que pudieran cumplirse
en fechas apropiadas; en cambio yo... yo...
El
sol quemaba a rajatabla; desde arriba me miraba furioso
en su cenit bañando con su luz la moneda del agua. Sobre
el brocal del pozo sirviéndome de escalón una piedra,
enhilé la cuerda de henequén en el carrillo y bajé de
dos brincos hasta el piso dispuesta a deslizar la cubeta
dentro del hoyo. El nudo me señalaría la proximidad del
final del recorrido hasta el manantial.
La
soga empezó a deslizarse suavemente dentro del hueco
hecho con mis manos; sólo debía sentir o escuchar el
golpetazo del cubo sobre el agua para levantarlo una,
dos, tres veces para dejarlo caer nuevamente con fuerza
para que se sumergiera de canto en el agua. Una vez comprobado
su llenado debería jalarlo hasta la boca del pozo. Pero
presentía que algo no andaba bien. El cubo seguía chocando,
pero me sobraba cuerda, más y más, es decir, no alcanzaba
la marca del nudo. Intentaba nuevamente los movimientos
y los resultados eran peores, la cuerda se alargaba,
se alargaba. Un escalofrío me fue envolviendo poco a
poco todo el cuerpo hasta dejármelo entumecido. Miré
a mi alrededor para comentar con alguien mi inusitada
experiencia, pero no se asomaba nadie. Ni siquiera aquellos
animales domésticos que solían beber del agua desparramada
sobre el piso.
Parecía
anunciarse un evento insólito. Mi miedo arreció; quería
soltar la cuerda, largarme, gritar, pero mi cerebro no
daba las órdenes necesarias; estaba engarrotada como
si alguien me detuviera con fuerza. Al fin, pude librarme
de mis captores y tuve el atrevimiento, antes de correr,
de acechar a los demonios que venían saliendo del pozo
sí es que no había una explicación lógica de lo que estaba
ocurriendo. Solté la cuerda y me encaramé sobre el brocal
para mirar lo que estaba pasando adentro. Mi curiosidad
había sido más fuerte que mi temor.
¡Dios
Santo!, esto es lo que vi:
El
agua venía subiendo hacia el exterior, en un principio
lentamente, luego vertiginosamente, acompañado ahora
de un ruido estremecedor, brotó centellante buscando
las alturas en cuya cresta llevaba el travesaño de madera,
el recaudador de agua y una cauda de soga enmarañada.
Apenas me dio tiempo para hacerme en lado y en un brinco
alcancé el piso y quién sabe en cuántos otros, la reja
de entrada del patio del vecino de donde pude observar,
mientras destrababa la tranca, cómo el agua convertida
en una cascada caía con toda su fuerza en las entrañas
del pozo con otro ruido potente. Cubeta, soga y fragmentos
de madera fueron tragados en un instante. Me había salvado
de puro milagro, había roto el maleficio de aquel pozo
de que cada año tenía que alimentar sus profundidades.
El
solar antes desierto ahora rebosaba de cristianos. ¿Cómo
fue que llegaron en un santiamén? Seguramente el espectáculo
del torrente de agua expulsado hacia arriba fue visto
por algunas personas, quienes se encargaron de multiplicar
en cadena la noticia.
También
el evento había producido en mi vida otro milagro; mi
madre por primera vez en mi vida estaba junto a mí, llenándome
de caricias y de consuelo, asegurándome que desde ese
momento iba a cambiar de manera de ser, en lugar de darme
sinsabores, ahora me prodigaría las delicias del amor
maternal. Y así cumplió, pues se convirtió en la más
amorosa madre del mundo.
Los
comentarios posteriores acerca del suceso giraban en
torno a supersticiones y fantasías, ninguno apegado a
explicaciones científicas.
La
gente en su natural idiosincrasia es afecta a creer en
sucesos inexplicables y goza en darles una respuesta
ajena a la realidad.
Si
el pozo, como decía la mayoría de los presentes, acostumbraba
a cobrar víctimas infantiles durante determinado tiempo,
yo no sé si sea cierto, lo único que le puedo asegurar,
mi estimado lector, es que me produjo un susto mayúsculo
que hasta ahora no he podido olvidar, solamente después
de mi muerte.
|