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Plaza
de Dzitbalché (1960, aprox.) |
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Por
Jorge Jesús Tun Chuc
“Cuando
hables procura que tus palabras sean mejores que el silencio”
Proverbio
hindú.
INTRODUCCIÓN
La
historia es desde la invención de la escritura, la memoria
viva de la humanidad. Es la guía segura y sistemática
de cada generación hacia el conocimiento de los sucesos
del pasado. La estructura de esta disciplina es un complejo proceso
de registro y análisis de las causas y efectos de los acontecimientos
trascendentes.
Específicamente,
los pueblos del Camino Real tienen una rica historia olvidada
que merece ser desempolvada para luego ser difundida como rasgo
cultural de identidad. La historia nunca se detiene, la sociedad
se encarga de escribirla cada día. Por ello en cada individuo
pesa la responsabilidad moral de cultivar la memoria colectiva
de su comunidad.
En
todo conglomerado humano acontecen eventos positivos y negativos
que trastocan en alguna medida la vida de sus habitantes. En este
espacio se exponen dos capítulos sombríos de la
historia dzitbalchense de manera particular. Los hechos y pormenores
que a continuación se detallan afectaron gravemente a la
población de toda la Península de Yucatán,
en dos épocas distintas.
EPIDEMIA
DE VIRUELA EN 1915
Según
el investigador pomuchense Lázaro Tuz Chí, el paso
de las fuerzas de Salvador Alvarado por el Camino Real, en marzo
de 1915, tuvo consecuencias fatales. Durante la incursión
del ejército federal por estas tierras bajo el mando del
militar sinaloense; entre la tropa venía un soldado enfermo
o infectado de viruela negra.
Afirma
el citado autor que fue ese el origen de la devastadora epidemia
que asoló a Dzitbalché y a toda la región
circundante.
Sin
embargo, existen referencias escritas que comprueban que el día
7 de marzo de ese año ya se habían reportado los
primeros casos de la enfermedad en la ciudad de Mérida.
Esto es, varios días antes del desembarco de las fuerzas
de Alvarado en el puerto de Campeche.
Entonces,
la epidemia ¿se propagó de Sur a Norte, o de Norte
a Sur? Aparentemente, es una contradicción a las afirmaciones
del reconocido investigador oriundo de la tierra del buen pan,
pero no es así. Lo más probable es que la gente
que acompañaba al bravo general, haya provocado la epidemia
en los pueblos del Camino Real.
El
agente infeccioso que desató la viruela negra en Yucatán,
iniciándose ésta en Mérida, muy probablemente
desembarcó en el puerto de Progreso. Esta hipótesis
no es descabellada si se toma en cuenta que el muelle de la mencionada
ciudad es la puerta principal por la que entran numerosos productos
y personas de todo el mundo, hacia todos los puntos de la Península.
Cuando
Salvador Alvarado hizo su entrada a la ciudad de Mérida
la noche del 19 de marzo de 1915, varios de sus hombres habían
contraído ese mal. Es decir, los agentes portadores de
la terrible enfermedad confluyeron en la capital yucateca. Por
tanto, las aseveraciones de Tuz Chi siguen vigentes íntegramente.
Inesperadamente,
personas de todas las edades empezaron a sufrir fiebre, vómito
y dolores lumbares que procedieron a la aparición de dolorosas
pápulas o tumorcillos eruptivos que les cubrió el
cuerpo.
En
aquella época la gran mayoría de los habitantes
de la entonces villa, eran campesinos que vivían en la
pobreza más lacerante; obviamente, sus condiciones alimenticias
y sanitarias eran precarias, lo cual favoreció a la expansión
de la viruela.
Desde
el último tercio del mes de marzo, hasta mediados de agosto
en que empezó a decrecer este mal, la llamada viruela negra
devastó a la población dzitbalchense, causando numerosas
muertes, semejante a los estragos que la peste bubónica
causó en la Europa medieval.
Hacia
la primera mitad de la segunda década del siglo XX, en
el Camino Real había una seria escasez de médicos
y medicinas, a todo esto se sumaba el hecho de que las ciencias
de la salud estaban “en pañales”. Concretamente,
en Dzitbalché no había doctor alguno, de modo que
la epidemia se hizo aún más virulenta.
En
1915 nuestro país todavía no se sacudía totalmente
los efectos de la Revolución Mexicana; en consecuencia,
la economía nacional no pasaba por un buen momento. La
región peninsular era una extensión territorial
olvidada y marginada. El Gobierno Federal tenía los ojos
puestos exclusivamente en las zonas centro y norte del país.
Incluso,
el Presidente de la República temía visitar las
comunidades más apartadas debido al riesgo que significaban
las enfermedades tropicales.
En
cuestión de días lo que parecía ser una epidemia
local, pronto se convirtió en una calamidad de proporciones
mayores. En poco tiempo, la viruela negra se adueñó
de todo el territorio peninsular. De distintas ciudades y pueblos
llegaron noticias de su presencia, de norte a sur y de este a
oeste, tales como: Payo Obispo (Chetumal), Bolonchenticul (Bolonchén
de Rejón), Dzitbalchén, Palizada, Champotón,
Campeche, Tenabo, Pomuch, Hecelchakán, Pocboc, Dzitbalché,
Calkiní, Nunkiní, Bécal, Halachó,
Maxcanú, Celestún, Umán, Mérida, Motul,
Progreso, Tizimín, Valladolid, Muna, Izamal, Espita, Dzitás
y Ticul entre otras. Pocas fueron las comunidades que escaparon
de las garras de la mortal enfermedad.
Durante
la etapa crítica de la epidemia, en Dzitbalché los
sepultureros pasaron serios apuros debido a la cantidad de cadáveres
que se juntaban a diario. Los familiares de las víctimas
no esperaban que sus parientes pasaran a mejor vida para llevarlos
a su última morada. Todavía moribundos eran transportados
al cementerio, ya que sus consanguíneos temían contagiarse.
Así,
agonizantes, los enfermos eran colocados en largas tablas de madera,
sobre las que previamente se ponían hojas frescas de plátano.
Eran transportados totalmente desnudos, tanto hombres como mujeres,
pues la ropa al entrar en contacto con sus llagas les causaba
terribles dolores y una sensación insoportable de quemazón.
Según
crónicas orales, los desahuciados ya estando en el panteón,
eran abandonados a su suerte. Ahí sufrían una penosa
agonía que se prolongaba por horas y, en ciertos casos,
hasta días enteros.
En
el momento en que se comprobaba el fallecimiento de los enfermos,
rápidamente eran colocados en la fosa sin féretro;
se les espolvoreaba con cal y enseguida eran sepultados.
La
autoridad municipal temiendo una saturación del cementerio
general, habilitó un terreno en el sur; donado por el Sr.
Luciano May Kú, para que funcionara como panteón
alterno para sepultar a las víctimas de la pandemia. La
gente llamaba “Lazareto” a ese lugar. Incluso, muchos
cadáveres fueron cremados cuando la demanda de entierros
se hizo imposible de satisfacer.
Después
del paso de la epidemia, este camposanto cayó en el abandono.
Por muchos años, la mayoría de la gente evitaba
pasar cerca de este tenebroso recinto. A principio de los años
sesenta todavía era posible distinguir las tumbas rústicas
delimitadas con piedras. Los únicos vestigios que permiten
identificar este sitio, es un viejo roble que parece desafiar
los efectos del tiempo, y un nicho simbólico al que se
le había caído su cruz de madera.
Hoy
en día, esta extensión quedó sobre el flanco
poniente de la calle 22, cruzamiento con la No. 15. En la actualidad
este lugar de negra historia se encuentra dentro del área
urbana de la ciudad.
Los
efectos emocionales causados por la epidemia de viruela se consideraron
traumáticos. El natural miedo a la muerte provocó
una psicosis colectiva. La gente se encerraba en su casa, alterando
en modo alguno sus actividades cotidianas.
La
vacunación sistemática llegó a Dzitbalché
y a otras comunidades del Camino Real, en el mes de mayo; tiempo
en que la viruela alcanzó su índice de mayor mortalidad.
En la ciudad de Campeche se fundó el 11 de junio de 1915
una junta de Sanidad con el noble propósito de combatir
el mal con los medios que la ciencia tenía a su alcance.
La
reunión se verificó en el local del Ayuntamiento
entre personalidades de aquel tiempo. Quedó integrada de
la forma siguiente: Presidente: Dr. Agapito Vidal Pérez,
Secretario: Sr. Arturo Baledón Gil, Tesorero: Sr. Lorenzo
Martínez Alomía, Vocales: Dres. Eulogio Perera Escobar,
Ángel A. Gandina y Fernando Perera Escobar.
Por
acuerdo de la Junta, el presidente de la agrupación formó
una brigada sanitaria de 12 personas que se encargarían
del servicio de vigilancia y aislamiento de los enfermos. En esa
ocasión, el gobernador del Estado, general Joaquín
Mucel, donó nueve mil pesos para atacar el mal. Toda la
población escolar del Camino Real fue inmunizada, como
también los adultos. La vacuna para prevenir esta enfermedad
era conocida como linfa.
En
la capital yucateca y en el interior del Estado los habitantes
vivieron largas jornadas de angustia. Las personas que disponían
de recursos económicos, pagaban para obtener lo antes posible
la vacuna. En la botica O’Horán de don Audomaro García
se les aplicó la linfa a varios miles de meridanos.
Al
principio del mes de junio de 1915, el gobernador, general Salvador
Alvarado, ordenó al tesorero general del Estado entregar
al delegado de la Junta Superior de Sanidad la suma de 120 pesos;
importe de una plataforma de cuatro ruedas, misma que se destinó
para llevar los cadáveres al Cementerio General de la Ciudad.
En
la capital campechana la viruela negra empezó a ceder hacia
mediados de julio de ese amargo año de 1915. Paulatinamente,
la vida de los dzitbalchenses fue recobrando su ritmo, hasta volver
nuevamente a la normalidad.
Fueron
cuatro meses de dolor, miedo y muerte que marcaron la existencia
de la mayor parte de la población peninsular. Al llegar
a mediados del mes de agosto, la epidemia cesó definitivamente.
Los
individuos inmunológicamente más fuertes, nunca
padecieron el mal, otros sufrieron en carne propia la enfermedad,
pero lograron sobrevivir. Los más vulnerables fueron condenados
a sucumbir. Después de todo, para los que de alguna manera
burlaron a la muerte, la vida tenía que continuar, bien
valía la pena.
LA
PLAGA DE LANGOSTAS (1938-1944)
Corría
el año de 1938 cuando Adolfo Hitler, el líder nacionalista
alemán estaba a punto de descargar todo el poder de su
famosa blitzkrieg1 contra
una atemorizada Europa. Esta agresiva política expansionista
era justificada por la ideología nazi que buscaba por cualquier
medio, el ansiado “espacio vital” para el nacimiento
del imperio de la raza aria.
Víctima
de sus propias acciones arrastró a Alemania al infierno
de la guerra más mortífera de la Historia (1939-1945).
En menos de seis años, el führer llevó a su
pueblo a la derrota local.
Mientras
tanto en Dzitbalché, cuando corría 1939 en el calendario,
la vida transcurría normalmente como en cualquier otra
comunidad suburbana. Sus habitantes estaban dedicados a desempeñar
el rol que les correspondía en la sociedad. No percibían
cambios importantes inmediatos.
La
electrificación del poblado en el amplio sentido de la
palabra todavía era una aspiración no cumplida,
las calles eran de tierra, no había servicio de agua potable,
la carretera Campeche-Mérida era simplemente un sueño
lejano.
El
centro del pueblo carente de calzadas, era un rectángulo
formado por viejas casonas de estilo colonial; mudos testigos
de un pasado de bonanza elitista que se basaba en la explotación
del campesinado. Una extensa alfombra de pasto verde cubría
esta espaciosa área, donde numerosos equinos de carreta
encontraban a diario el vital sustento.
La
centenaria ceiba que por muchísimo tiempo fue uno de los
símbolos más representativos de Dzitbalché,
se alzaba airosa en este sitio atisbando el horizonte de la rosa
de los vientos, como celoso centinela.
Bajo
su refrescante sombra se reunían nuestros paisanos de la
vieja guardia para contar sus “voladas” favoritas.
En fin, la modernidad parecía postergar su llegada para
otro tiempo.
La
gente se informaba de los acontecimientos importantes por medio
del periódico y la radio. Entre las pocas diversiones con
las que contaba el pueblo para salir de la rutina, era asistir
al Cine-Teatro “Renacimiento” a presenciar la proyección
de las películas de moda de aquella época.
Al
parecer nada interrumpía la convivencia de la comunidad
dzitbalchense, pero el destino y la naturaleza tenían otros
planes. A fines de junio de 1938 la vida en la villa sufrió
un cambio radical, y para muchos de sus moradores jamás
volvería a ser la misma.
Sin
previo aviso, los campos, solares y calles fueron invadidos por
millones de hambrientas langostas que parecieron surgir de la
nada. Cuenta la gente que el sol era eclipsado por las inmensas
mangas de este voraz insecto que, como aviones de combate se lanzaban
contra toda planta verde que encontraron a su paso.
Desde
ese día, el futuro inmediato de muchos habitantes de Dzitbalché
se tornó sombrío e incierto. Una gran parte de la
gente absorbida por la ignorancia y la superstición, creyó
que la presencia de la plaga era castigo del cielo, que las profecías
bíblicas empezaban a cumplirse.
Las
cosechas de ese año se perdieron totalmente. La errática
e imprevisible conducta de estos animales, hizo que los hombres
del campo resembraran sus parcelas fincando de ese modo falsas
esperanzas de recuperación.
Mas
no sabían que este fenómeno se prolongaría
por varios años, minando la economía de la población
local. Esta desgracia golpeó con especial saña a
las clases sociales más desprotegidas. El pueblo empezó
a resentir la escasez de alimentos, principalmente de granos básicos.
Al
activarse el efecto dominó en la economía, las oportunidades
para ganarse la vida empezaron a escasear, obligando a mucha gente
a emigrar hacia otros lugares en busca de mejores horizontes.
Familias
enteras trasladaron su residencia a municipios del sur del Estado
y a las ciudades de Campeche y Mérida. Comunidades como
Carrillo Puerto, Kikab, Haro, Zoh-Laguna, Kilómetro 64
y otras más, se fundaron y crecieron con células
sociales provenientes de Dzitbalché. Incluso los “clanes”
de abolengo, como los Rodríguez Baqueiro, Rojas, Ortiz
y una rama de la familia Escalante abandonaron el pueblo para
nunca volver.
Al
principio, la gente no sufrió en toda su magnitud el embate
de la plaga, pues la gran mayoría de los trabajadores eran
grandes milperos y tenían regulares cantidades de maíz
y frijol de reserva.
Sin
embargo, hacia 1940 sólo unos cuantos campesinos tenían
granos disponibles. Cuando la situación se tornó
crítica, las autoridades locales arreglaron un convenio
con los pocos maiceros que aún tenían alguna cantidad
considerable del alimento para su venta.
La
gramínea se expendía en el Palacio Municipal de
manera racionada y después de largas horas de espera en
una interminable fila de compradores. Inicialmente, se vendía
un almud por familia, al precio de setenta y cinco centavos. Posteriormente,
se ofreció al público por kilogramos, a veintidós
centavos.
Los
productores locales que surtieron a la población por dos
temporadas consecutivas fueron: Ignacio Cauich, Tiburcio Tun,
Genaro Uicab, Yanuario Marín y Manuel Marín, entre
otros. En Calkiní hicieron lo propio algunos esforzados
agricultores que salieron al rescate de la gente para evitar una
segura hambruna, entre ellos Álvaro Ortiz, Víctor
Ordóñez, Eligio Mas y una familia de apellido Canché.
En
los años 40’s las familias eran generalmente numerosas,
de modo que el maíz adquirido en forma limitada no cubría
satisfactoriamente sus necesidades alimentarias.
Las
valerosas mujeres jugaron un papel muy importante durante el tiempo
que duró la nefasta plaga. Ellas crearon ingeniosas fórmulas
para hacer menos grave el problema de la escasez. Aprovecharon
los frutos del k’uumché y el óo’x, árboles
endémicos de nuestra región.
El
k’uumché es el fruto del árbol del mismo nombre,
muy semejante a la mazorca de la planta de cacao. Por su parte,
el óo’x produce abundantes bayas parecidas a naranjas
en miniatura. Es el llamado núuruts’. Ambos frutos
serían la salvación de la gente necesitada.
Las
amas de casa cortaban las “mazorcas” del K’uumché;
le extraían la pulpa y la revolvían con la masa
de maíz, aumentando así la cantidad de materia prima.
A la hora de los alimentos salían del comal unas calientes
y amarillentas tortillas, con ligero sabor dulzón.
Niños
y mujeres recogían el núuruts’ a los pies
desnudos de los óoxoo’b. Se les retiraba la cáscara
y la dura pulpa era cocida en agua hirviente, después era
molida para luego ser mezclada con la masa. Como resultado se
obtenían unas tortillas pardas, pero vitales para aliviar
el hambre de la gente.
Para
1941 la plaga de langostas ya cubría toda la Península
de Yucatán. La prensa y la radio informaban sobre la presencia
del acrídido en muy distintos lugares: en el Kilómetro
50 (José María Morelos) Quintana Roo, Río
Lagartos, Valladolid, Dzitás, Tizimín, Sisal, Dzilán
Bravo, Celestún, Motul, Dzilán González,
Teabo, Tecoh, Calotmul, Yobaín, Tekax, Muna, Maxcanú,
Halachó, Mérida y prácticamente todo el territorio
yucateco.
La
destructiva acción de estos insectos fue devastadora en
Dzitbalchén, Bolonchenticul (Bolonchén de Rejón,
Hopelchén, Palizada, Campeche, Tenabo, Pomuch, Hecelchakán,
Pocboc, Dzitbalché, Calkiní, Bacabchén, Bécal,
Nunkiní y en todas las comunidades circunvecinas restantes.
La
aguda escasez de maíz y frijol provocó una carestía
que cada día golpeaba más a la sufrida población
peninsular. El entonces gobernador del Estado de Campeche, Dr.
Héctor Pérez Martínez, envió a todos
los rincones del Estado, petróleo diáfano y lanzallamas
que se utilizaron para el exterminio de la dañina plaga,
que parecía haber echado raíces en estas tierras.
Numerosa
cantidad de hombres, mujeres y niños se daban a la tarea
de exterminar este flagelo, cuando los insectos estaban en las
etapas larvaria y saltona. El gobierno pagaba a las personas entre
un peso y un peso con cincuenta centavos por cada almud de langostas
que lograran exterminar. Así, las autoridades combatían
a los insectos y daban empleo temporal a la población de
manera simultánea.
La
ayuda del Gobierno consistió en surtir de maíz las
zonas afectadas por la carencia de este alimento. Los puntos de
entrada de las mercancías se realizaba en dos puertos:
Campeche y Progreso. Se descargaba maíz amarillo importado
de los Estados Unidos. Era un grano de mala calidad. En su país
de origen esta variedad de cereal estaba destinada para forraje
animal.
Debido
a que la terminal portuaria yucateca es de mayor calado, el vecino
Estado recibía mayor volumen de carga, pues barcos muy
grandes podían atracar en el muelle. En cambio el puerto
de la ciudad de Campeche es de aguas menos profundas. Por ello
el precio del maíz se vendía más barato en
Yucatán que en nuestro Estado.
Los problemas generados por este fenómeno natural es abordado
en muchas ocasiones por el periódico capitalino “El
Universal” por Juan Valjean en su columna “Crónica
de México”.
Con
el fin de compensar la escasez de la gramínea, en Dzitbalché
algunos comerciantes abarroteros se surtían de pan francés
en la ciudad de Mérida, para venderlo en la localidad a
15 centavos cada barra. Obviamente este producto estaba destinado
para las pocas familias que podían comprarlo a diario.
La
mayoría de la gente no estaba en condiciones de adquirirlo
en forma regular. Con el fin de ofrecer algún tipo de comida
a la gente humilde a precios accesibles, en la ciudad de Calkiní
funcionaba una fonda que era propiedad del Sr. Domingo “Chumín”
Loeza que vendía al público la ración de
frijol K’aabax bayo, a diez centavos.
Este
tipo de leguminosa no es de consumo habitual entre la población
de esta región; sin embargo, dada la circunstancia que
se vivía, la gente no tenía muchas opciones.
La
constante escasez y carestía del maíz provocó
problemas secundarios a la población. En todas las comunidades
la gente casi acabó con la crianza de cerdos de traspatio
debido a las dificultades que tuvieron para alimentarlos. Sus
efectos pronto se reflejaron en los centros de abasto. La carne
porcina y la manteca desaparecieron de la dieta de las familias.
En
toda la Península se vivieron verdaderos años de
carencias, privaciones y sufrimientos. Nuestros antepasados fueron
verdaderos héroes, pues en los momentos de mayor sufrimiento
supieron salir adelante a base de trabajo, esfuerzo colectivo
y una férrea voluntad a toda prueba.
Al
fin, una tarde del mes de septiembre de 1944, negros nubarrones
aparecieron en el oriente del poblado anunciando una violenta
tormenta. En cuestión de pocos minutos se desató
un torrencial aguacero acompañado de vientos huracanados.
Cuando cesó la tormenta no quedó una sola langosta
viva.
Paulatinamente,
la vida de la localidad volvió a la normalidad. La abnegación
de sus hombres y mujeres sacaron adelante a la antigua tierra
de los Batabes. Sin duda, todos ellos son héroes anónimos
que evitaron el desmoronamiento de nuestra sociedad local. Los
sobrevivientes de esta negra etapa histórica, la recuerdan
como una lejana pesadilla.
1
Blitzkrieg: Guerra relámpago.
Fuente:
Texto proporcionado por Jorge Tun Chuc. Octubre de
2005. Foto: Tomada de un Informe Recepcional, de la Escuela Normal
de Profesores de Calkiní.