Me
gustan los ciudadanos que son del mundo antes que de sus
casas. Sólo así la respuesta ciudadana
tiene visión de futuro. Los tiempos pintan en negro
por más que miremos al azul del cielo. Aún
tenemos ciudadanos opulentos que pueden comprar a otro y
pobres que necesitan venderse, poderes que están por
encima de las leyes y potestades con jurisdicción
de mando sobre esclavos. Lejos nos queda Platón, cuando
dijo que “el objetivo de la educación es la virtud
y el deseo de convertirse en un buen ciudadano”. Nos queda
más cerca la maldad y el egoísmo. Esto ya tiene
su consecuencia. La galopante enfermedad de vacío
que vive actualmente la familia humana es la causa de tantos
vicios, desenfrenos, absurdas adicciones y acciones ilícitas.
Los ideales y los modelos de vida propuestos por la televisión
son, a menudo, vectores de una magnitud consumista radicalmente
antihumana. En cualquier caso, considerar al ciudadano como
un puro objeto de deseos me parece de una inmoralidad tremebunda.
Reducir
la búsqueda de la felicidad a una aspiración
de prosperidad material y a la satisfacción de los
impulsos sexuales, como se viene aceptando (y adoptando),
es volver a un estado de pobreza que nos corroe y envilece.
No debemos engañarnos y menos, todavía, dejarnos
engañar por voceros que tienen como altar el poder
y, como templo de sus bochornosas vidas, la utilidad y el
interés. Precisamos de las energías espirituales
para sentirnos bien por dentro (no hay cirugía para
embellecernos el alma), puesto que la paz y la guerra empiezan
en el corazón de cada ser humano. Por eso, cuando
sufre una persona en su alma (o el alma de una nación)
la respuesta ciudadana (o la respuesta de los Estados), ante
el peso del dolor, debe convocarnos a la solidaridad. Mostrarse
indiferente ante el masivo sufrimiento humano, no hacer nada
por mermar las causas que provocan la ristra de dolores,
son faltas gravísimas de omisión al deber que
todos tenemos por el hecho mismo de ser ciudadanos de un
mismo mundo.
Tampoco
considero un medio para solucionar los problemas la estrategia
de guerra preventiva contra aquellas naciones consideradas
peligrosas. El recurso a la palabra ha de ser la respuesta
ciudadana. El derecho natural internacionalizado, la conversación que sale del alma,
el ejercicio de la búsqueda de la verdad con la brújula
de la justicia, son los medios dignos de la persona y, por
ende, de la familia humana para solucionar controversias.
Las luchas, con tantas historias trágicas en el tiempo,
deben servirnos de enseñanza. No debieran tener cabida
en los planes políticos de seguridad de ningún
Estado. Donde haya una guerra abierta, fuerte o un conflicto
interno, además de causar muchas víctimas,
incluidos niños y personas que son inocentes del mal
que provocó la contienda, suelen generarse situaciones
de grave injusticia. Nadie se libra de los horrores de las
confrontaciones bélicas. Una noticia reciente propiciada
por l a Cruz Roja nos llama la atención, a través
de un estudio recientísimo, que las guerras mantienen
sin agua a trescientos millones de personas en el mundo;
u n bien tan preciado para la vida como que e s el componente
más abundante de la superficie terrestre, parte constituyente
de todos los organismos vivos. Las guerras suelen darnos
en aquella parte que más daño nos hace. Ya
me dirán, ¿cómo se puede vivir sin agua?
Ciertamente,
con la cultura se puede contestar al mundo. Ha de ser la
respuesta ciudadana. Claro que sí, es
un campo vital. El amor está en el corazón
de todas las culturas, sólo hay que profundizar en
sus latidos. Cada cultura, en su verdadero culto de autenticidad,
está abierta a lo universal. Seguramente tenemos que
tomar mayor conciencia de la dimensión cultural de
la existencia humana, como lo ha refrendado el ministro de
Información sirio, Mohsen Bilal, con motivo de la
apertura de actividades como Capital Cultural Islámica
en 2006, expresando que “la verdadera cara de Siria es la
de la cultura, las tradiciones y la tolerancia”. Nos hace
falta aunar culturas y cultivos, en medio de tanto desencanto
que impide la realización de la persona. En este rompedor
siglo, pienso que es esencial reafirmar la fecundidad de
las culturas en la evolución de la familia humana.
Una
sensata manera de unir culturas pasa por promover la respuesta
ciudadana del encuentro. En este sentido, imagino muy saludable
la celebración en Sevilla del II Congreso
Mundial de Imanes y Rabinos por la Paz. Que tenga como objetivo
acordar acciones educativas concretas para luchar por la
paz, es una manera de colaborar en la construcción
de una humanidad más reflexiva humanamente. Es un
imperativo moral, un deber humano, utilizar las energías
de todos para comprenderse mejor. El imán de Gaza,
lo ha podido decir más fuerte, pero no más
claro. Aseguró que el diálogo y la palabra
es el instrumento que nos ha dado Dios para hablar con los
demás, una fórmula que deben tomar en serio
tanto judíos como musulmanes, y tras advertir de que
la religión es lo que concede felicidad a la gente,
pidió que Jerusalén sea símbolo de paz
y estabilidad.
Me
cautiva la apuesta de la plática. La conversación
siempre embellece nuestras habitaciones interiores. Por desgracia,
nuestra cultura niega la existencia de verdades y valores
objetivos. Tampoco las religiones son ya aceptadas como una
autoridad doctrinal y moral. Estimo, pues, que es hora de
dar respuesta a tantas carencias internas para dar razón
de luz a la vida; existencia que todos nos merecemos vivirla
dignamente. Por ello, creo que lo que hace un mundo distinto
es el contacto ciudadano amable y sincero, actitudes de acogida
y escucha, estilos de apertura y respeto, la estima y otras
bondades. Detesto al que no sabe mirar más allá del éxito
personal y del logro propio. Al destierro la religión
del “yo”. No es la respuesta ciudadana que necesitamos para
volver a disfrutar de la aurora tan desnudos como el poeta. |