Un
joven estudiante de filosofía de una universidad
española tuvo a bien enviarme las fotocopias de un trabajo
publicado por el filósofo americano Ronald Dworkin,
uno de los pensadores del derecho más influyentes en
la actualidad, junto a unas anotaciones suyas en las que refrendaba
su propia postura a favor de la primacía de los derechos.
Ciertamente habría que tomarse los derechos humanos
más en serio y exigirlos como requisito vital para llevar
a buen término una digna vida, y no meros sueños,
aspiraciones o anhelos, reforzándolos con una base ética
sólida; pues, de lo contrario, permanecerán frágiles
y sin cimientos. Parece que cada día son los menos que
niegan los derechos humanos, se citan y recitan como declaración
existencial, pero otra cosa muy distinta es la vida que se
les da, el uso que se hace de esos derechos mientras escasea
la sabiduría y abunda tanto el orgullo. Sabemos que
los derechos humanos son propios, personales, privativos, exclusivos,
individuales. Decimos que no pueden ser concedidos, limitados,
canjeados o vendidos. Sin embargo, la esclavitud, sumisión,
servidumbre, sometimiento y demás clases de hegemonías
y abusos, siguen ahí, de manera tradicional o solapada.
Llegado
a este punto yo me interrogo, por si alguien lo pone en duda,
y expongo a la consideración del lector las
respuestas. ¿No es fomentar la esclavitud dejar que
los niños sean forzados sexualmente, obligados a empuñar
armas, o se enganchen a un videojuego que para vencer a los
enemigos hay que fundirlos en fosas de ácido? ¿No
es fomentar la dominación que las personas mayores o
enfermas sean despreciadas, no se les cuide de forma apropiada,
olvidando que sus vidas tienen valor y que la sociedad les
desea vivos en vez de muertos como a veces da la sensación? ¿No
es fomentar la dependencia que el mejor negocio de España
sea la cocaína? ¿No es fomentar la injusticia
que ciertos programas televisivos mediáticos compren
y vendan a la persona como si fuese un objeto más de
usar y dejar tirado después? ¿No es fomentar
el vasallaje la propaganda bélica y la instigación
al odio racial o religioso? Ni la esclavitud, ni sus sinónimos
semánticos, han sido liberados todavía, por muchos
humanos derechos que mastiquemos en la boca. Los medios de
comunicación son espejos fedatarios de la mucha tortura
sembrada por la faz de la tierra y de los muchos torturadores
que están en activo movimiento segando vidas y amortajando
sonrisas. Por desgracia, e sta oleada de chulesco incivismo,
de gamberradas continuas, se acrecienta como las cucarachas,
haciendo de las ciudades y pueblos verdaderos campos de batalla,
puesto que en cualquier esquina alguien puede darte una puñalada
trapera por unos euros, o por simple divertimento de haberle
caído mal.
La
responsabilidad de estos descontroles es prioritariamente
del Estado que no ha sabido injertar educación cívica,
que de un mayor sentido de convivencia y respeto. En vista
de cómo está el patio de revuelto, no son pocos
los observadores internacionales que consideran crucial que
la ONU recupere su condición de actor independiente
en la escena mundial y ponga sobre el tapete de los días
el cumplimiento a las exigencias de los humanos derechos, o
sea los derechos naturales, aquellos que viven con nosotros
como sombras de libertad y justicia. Lo que ocurre actualmente
es que la sociedad está bajo mínimos morales
y el mundo, en consecuencia, bajo mínimos cumplimientos.
Si todos los individuos deberían poder actuar de la
forma que elijan siempre que al hacerlo no priven a otros individuos
del mismo derecho, también y del mismo modo, todos los
individuos debieran tomar responsabilidad por las consecuencias
de sus actos. Ante los muchos desafíos de nuestro tiempo,
la puesta en juego de unos principios que nos humanicen a todas
las culturas, sería sumamente enriquecedor para tomarse
en serio los derechos naturales, por derecho humano.
El
hombre desestructurado es un tipo de hoy, con la identidad
irreconocible, avergonzado en ocasiones de sus raíces,
convertido en terreno privilegiado para prácticas deshumanizadoras.
Jamás, como en este momento, la persona ha manifestado
tales capacidades tormentosas y talentos destructores que conllevan
el hundimiento total; jamás, como en este siglo, la
historia ha conocido tantas negaciones a la dignidad humana,
frutos amargos de la perdida del sentido humano. Por consiguiente,
los Estados deben tutelar los derechos naturales con más
tesón y constancia que nunca, no hacer la vista larga
y menos cegar su espíritu universal, sino avivar sus
ojos para que crezca la conciencia del derecho; el derecho
de las gentes, de los individuos, por innato derecho de ser
persona. A propósito, la Declaración Universal
de los Derechos Humanos es muy clara: reconoce los derechos
que proclama, en ningún momento los otorga, reconociendo
la “dignidad intrínseca” y los “derechos iguales e inalienables
de todos los miembros de la familia humana”; cuestión
que constituye un punto de encuentro para la reflexión
de las culturas y para la acción conjunta de los cultivadores.
Para
ese punto de encuentro, ya digo, es fundamental emplearse
a fondo. Hace falta reencontrarse todos con todos. Eso
de andar a tiros entre fronteras y frentes, como viene sucediendo
entre las líneas de Melilla y Marruecos -por citar
alguna próxima a nosotros- lo único que genera
es distanciamiento y mucho sufrimiento, con el cruel rastro
de hondas heridas y un rostro de laceraciones que luego
tardan en cicatrizar. Siempre es posible, incluso necesario,
propiciar diálogos
en base a los principios y exigencias éticas que han
de guiar la convivencia humana, en vez de tomar las armas
y abrir fuego a diestro y siniestro. Aún no se ha
superado la paradoja de nombrar a diario la dignidad humana,
su libertad, su grandeza y su poder, y, por otra, nunca el
hombre ha sido tan conculcado, objeto de terribles masacres,
humillado por la violencia, sobre todo de parte de los poderosos.
Desde siempre se ha considerado que el hombre se caracteriza
por su razón.
Así Eurípides afirmaba que “el intelecto es
Dios en cada uno de nosotros”. En el mismo sentido, Platón
y Aristóteles eligieron la razón como la facultad
distintiva del hombre. Después de la célebre
definición de Boecio: “ Individua substantia rationalis
naturae” , Santo Tomás de Aquino, prosiguiendo en
la ruta, reconoció que el hombre es una persona y
que ella es lo más perfecto que hay en toda la naturaleza: “ perfectissimum
in omni natura”. Si esto es así, como así es,
no talemos sus derechos inherentes, decapitando valores de
rectitud y templanza. |