Ya
en su tiempo un escritor francés, Jacques
Duclós, consideró el lenguaje del corazón
como algo universal. Apuntó que sólo se necesita
sensibilidad para entenderle y hablarle. También los
santos padres del mundo católico consideraron como
el pecado más grande del mundo pagano su insensibilidad,
la dureza del alma; hasta el punto que hacerse cristiano,
era como un desprendido sello para recibir un corazón
de carne, un corazón sensible al sufrimiento de los
demás. A veces, pienso, lo saludable que sería
para Europa, ya que el universo de las lenguas es su gran
riqueza, tomar esta otra rúbrica sensible, de expresión
interna, como tinta de patrimonio europeísta. Seguramente,
entonces, el desarrollo sería más equitativo
y honesto, habría más corazones abiertos y
menos bandejas de egoísmos en la mesa del mundo.
Quevedo
que se hizo mayor en la Corte rodeado de potentados y nobles,
ya que sus padres desempeñaban altos cargos
en Palacio, esto no fue óbice para tener claro el lenguaje
que le cautivaba. La pureza de los latidos sobre todo lo demás. “Los
que de corazón se quieren, sólo con el corazón
se hablan”, poetizó a los cuatro vientos. Si hoy viviese
este amante de la justa retórica y de la acertada sátira,
ignoro si se quedaría de piedra por este caminar al
revés de lo natural, pero lo que si intuyo es que tendría
un memorial de temas para acrecentar su paisaje de leyendas
y su paisanaje de nombres. Una sola piedra sigue desmoronando
un edificio, pero es que son muchas pedradas las que a diario
lanzamos al cuerpo del vecino. A esta sociedad le falta tino
y le sobra fuerza. Lo que importa es el motor de la economía.
La puesta a punto es diaria. No así el motor de los
derechos humanos que sólo se engrasa de palabras, que
nada dicen, porque no pasan por los labios del corazón.
No
sé si por culpa de los actuales corazones de piedra,
aumentan los males del mundo, pero la verdad que causa pánico
el informe de la ONU sobre el cambio climático. Nos
concreta una fecha fatídica para España, el
2020; o lo que es lo mismo, el veinte más veinte,
que me recuerda los años de escolar cuando nos cantaban
las cuarenta por haber hecho una fechoría. En cualquier
caso, las travesuras al medio ambiente están a la
orden del día.
Y en esto, como en todo, quien esté libre de pecado
que tire la primera piedra. Al parecer se vislumbra un futuro
apocalíptico. La tierra será transformada
por nuestros malos humos. Esta sociedad que tiene tiempo
para las maldades, pero a la que siempre le falta tiempo
para sensibilizarse, debería hacer algo por frenar
poderes que contaminan. Desde luego, la purificación
no pasa por hacer nuestro el refranero: ojos que no ven,
corazón que no sienten;
entre otras cuestiones porque “no habrá ningún
lugar al que correr y ni en el que esconderse", según
dice Stephanie Tunmore, responsable de la campaña
de Energía y Cambio Climático de Greenpeace
Internacional, en Bruselas.
Sanear
la fuente de la vida, pienso que es un asunto de corazón.
Y creo que nos hace falta poner a buen recaudo el universo
de los latidos. El conocimiento puede advertirnos sobre aquello
que conviene evitarse; pero sólo la fortaleza del mundo
que ha tomado el corazón como valor, puede hacer el
sueño realidad. Alguien dijo que el espíritu
mueve montañas, y es cierto, las batallas del corazón
jamás derraman sangre, porque hacer el corazón
es nacer a la poesía. O sea, a las bondades de la templanza
y a la autenticidad de la vida. De siempre el equilibrio mental,
el juicio recto, el valor moral, la audacia y resistencia,
ha sido un poema irrepetible. Por el contrario, los excesos
siempre nos han pasado factura. Con razón los definió Quevedo
como el veneno de la razón; envenenan y envilecen las
más saludables atmósferas. A mi juicio, en vista
de lo visto, esta sociedad a la que le apasiona moverse en
la frontera de los desenfrenos, creciente en atropellos y decrecida
en sentido común, me parece que debería tomar
otro rostro y otros rastros más humanos. P or encima
de cualquier diferencia de lengua, nacionalidad o cultura,
campea un aparente bienestar socioeconómico dominador
(y dominante), que nos deprime más que nos sacia, y
la evidencia de muchas soledades dolorosas. Quizás todo
esto, sea fruto de un corazón de piedra en un corazón
humano. Yo me niego a tomar esa fruta del árbol que
no siente. Me declaro en rebeldía.
Si
queremos que las nuevas generaciones puedan sentirse satisfechas
de compartir una identidad cultural de familia europea, que
no existe porque en realidad nos falta espíritu europeísta,
o sea un mismo corazón en un corazón compartido,
donde la territorialidad nos importe un bledo y los intereses
queden aparcados, hay que comenzar por otorgarle a todo ser
humano la dignidad que se merece. Lo noticiable no radica en
que más de la mitad de los extranjeros que llegan a
la Unión Europea opten por España, aunque refleje
un buen signo de acogida y se nos llene el corazón de
júbilo, sino en analizar los motivos de estos crecientes
flujos migratorios. Seguramente si le prestásemos verdadera
ayuda en sus países de origen, que desde luego pasa
por un desarrollo integral, no necesitarían buscarse
la vida en otros mundos y las migraciones dejarían de
ser un problema social de nuestro tiempo. Juntos, un corazón
en otro corazón, podemos construir un mundo en todo
el mundo; con un corazón de piedra sólo podemos
levantar muros que nos tapien nuestras vergüenzas.
En
cualquier caso, pienso que detestar la estupidez y desactivar
amenazas, pasa por dejarnos escuchar y entender lo que nos
dicta el órgano que no se ve, pero que se siente y nos acompaña,
desde el primer verso de vida hasta la última estrofa
que recitamos. No es un mal desatino tratar de mirar y ver con
el lenguaje del corazón. Estoy seguro que cambiarían
muchas cosas. Para empezar, haríamos menos exigencias
de poder y más donaciones de servicio. Algo es todo; como
todo ha de ser el espíritu que nos mueve. Mal se estremece
una piedra. No puede comprender a los demás, porque
no siente ni su propio pulso. |