Donde
una puerta se cierra, otra se abre; tras una bajada, se produce
una subida. Sólo hay que
observarse y observar la vida. Quizás tener paciencia
y no perder la esperanza. Pero cómo, si los hechos son
los que son, y son para echarse a temblar. El terrorismo nos
siega la esperanza cada vez que se troncha una vida. La madre
patria ya no es tan madre, es madrastra, coladero europeo de
los abortos ilegales. La atmósfera de violencias y maltratos
en hogares nos dejan en la mayor tristeza. Sin embargo, a pesar
de la ristra de pesares, siempre hay una esperanza que nos
pone en camino, en movimiento.
Quizás sea en diciembre, cuando la cosecha de ilusiones
más se agranda. Para empezar, todos nos volvemos un
poco más niños. Y ellos, si que son la expectativa
del mundo. Lo dijo Lorca, sin titubeos al desaliento, que el
más terrible de los sentimientos es el sentimiento de
tener la esperanza perdida. En todo caso, a quien tiene nombre
de dama, Esperanza –con mayúscula-, reina del
verso y musa de los pintores, siempre el artista que, en el
fondo es un clarividente, le ha tenido una complicidad inenarrable.
Por algo será. Lo es, porque es el sueño
del vivo ser humano.
Resulta
que ahora, precisamente coincidiendo con el adviento para
los creyentes y para los no creyentes cuando menos con un
tiempo propicio para los buenos deseos, Benedicto XVI, igualmente
se nos adelanta, presentando una encíclica al mundo
para dar esperanza a la humanidad. La verdad es que siguiendo
la estela natural, la desilusión no tiene sitio. Porque
siempre detrás de los duros inviernos, germina una primavera
gozosa; al igual que tras el anochecer viene el despertar del
alba. Por ello, pienso que es una buena costumbre llenarse
los pulmones de anhelos para no caer en el vacío y romperse
el corazón con absurdos desesperos. Desde luego, quien
tiene esperanza en algo o en alguien, vive de otra manera;
aunque la espera del más acá suele ser bastante
decepcionante porque hay progresos que no los puede asegurar
la ciencia ni tampoco la política, el avance humano
es más de corazón que de poder. Todos nosotros
hemos sido testigos de cómo se siembran falsas esperanzas
y el daño que hacen en la persona.
Cada
criatura, al nacer, -decía Tagore- nos trae
el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza
en los hombres. Es cierto, detrás de una vida siempre
hay aliento por muchas desesperanzas que nos viertan. El drama
de a dónde vamos, qué será de nosotros
y del planeta en este mundo dislocado, puede volvernos inseguros
y ahí está, pero también es verdad que
nunca será tarde para buscar un mundo habitable, si
en el empeño ponemos coraje y convicción. El
sentimiento que el poeta latino Ovidio tenía sobre la
esperanza, poniendo en comparación a un náufrago
que agita sus brazos en medio de las aguas aún cuando
no vea tierra por ningún lado, puede ayudarnos a reflexionar
y actuar de salvavidas. En cualquier caso, lo último
es el abatimiento.
Las
viejas ideologías, las políticas interesadas,
las economías explotadoras, se han revelado no sólo
ineficaces para dar respuesta a la realización humana,
sino también como frutos amargos que dejan a la
sociedad amargada. El virus de la amargura se propaga y de
qué manera, hasta la razón se torna desencantada
y no se atreve a mirar a la verdad frente a frente. En
esta encrucijada histórica de desengaños y contrariedades,
creo que sólo el estimulante vital de la ilusión,
puede ayudarnos a cambiar de rumbo. Al fin y al cabo, ya se
dice que somos hijos de la esperanza. Además, prefiero
serlo. Sabemos que los problemas que agobian a la humanidad
de hoy son múltiples, pero ahí están las
organizaciones internacionales avivando el consuelo de la esperanza.
A mi juicio, sería bueno otorgarles esa misión,
la de ser foros de debate para la reconciliación y la
paz.
Personalmente,
me gusta que diciembre sea un mes de espera y de esperanza,
algo más que unas calles y que unos
escaparates luminosos que incitan al consumo o que unas palabras
de buenos deseos que apenas cuestan nada. ¿Y si encarnamos
nosotros la esperanza con la práctica de donarla, la
poca o mucha que llevemos consigo? Por lo menos, no habremos
vivido en vano y, seguramente, hagamos hecho realidad aquello
que se dice que una esperanza reaviva otra esperanza, la que
nos pasa del devenir al ser. Cuando parece que medio
mundo nada en la desesperación y el otro medio en el
engreimiento, desear que la esperanza se vuelva costumbre real,
a sabiendas de que es un movimiento del apetito racional hacia
el bien, y que sea Benedicto XVI el que ponga la primera tilde
en el vocablo perdido, es de agradecer, y máxime cuando
la enfermedad que late en el mundo es una situación
de ansiedad y angustia.
Este íntimo
desasosiego se acrecienta por la tremenda realidad actual,
verdaderamente devoradora de existencias, de verbos que fueron
poesía y de poesía que fueron vida. El zarpazo
del pesimismo que producen estas circunstancias adversas,
tantas veces nos dejan sin palabras, abandonados al sufrimiento,
que sumarse a revalorizar hoy la esperanza, creo que es la
mejor tarjeta navideña que podemos regalarnos.
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